Hay que arreglar el Cupo vasco
LA ‘VASCOFILIA’ es una de las formas más acendradas de filantropía de la nación española. Yo mismo me beneficio a menudo de ella, pese a que mi falta de identidad periférica y de lengua propia me hacen perder encanto étnico frente a mis interlocutores. La última manifestación filantrópica ha tenido que ver con la renovación del famoso Cupo (aportación en el caso de Navarra), que como casi siempre coincide con las necesidades parlamentarias y presupuestarias del Gobierno de turno, sea el de Rajoy o el de Sánchez. Los números. En el último lustro los ciudadanos vascos hemos pagado al Estado, por las competencias que no ejercemos, 1.403 millones anuales (año base que varía a la baja).
Los próximos cinco años pagaremos, en principio, 1.472. La Comisión Mixta del Concierto Económico, órgano opaco que parece acordar y decidir políticamente lo que se traslada a las Cortes, no ha explicado por qué la cifra no ha aumentado ostensiblemente desde que el Estado –y no la Seguridad Social– ha asumido el coste de las pensiones. Según Ruiz Soroa, de considerarse esta nueva potestad, la cifra anual por el déficit acumulado pasaría de los 3.000 millones.
Nuestros constituyentes, en un alarde de imaginación constitucional que nunca dejo de ponderar, estabilizaron políticamente la nación española al integrar unos discutibles derechos históricos en la Disposición Adicional 1ª de la Norma Fundamental. Bien está, insisto. Sin embargo, el profesor Solozábal, que tanto nos ha enseñado e ilustrado en esta cuestión, viene advirtiendo sobre los excesos de foralidad a los que parece conducir la vascofilia que tanto los partidos de derecha como los de izquierda no paran de practicar.
Hay que arreglar el Cupo vasco y la aportación navarra. Porque la Constitución también contiene otros principios que debemos cumplir: la justicia fiscal y redistributiva deviene de una exigencia de solidaridad que está en el corazón de toda democracia que se precie. ¿O esto solo cuenta para los ricos considerados individualmente? Las asimetrías territoriales producen conflictos políticos imprevisibles: lo mismo los catalanes sienten un agravio fiscal y se vuelven secesionistas, que el resto de los españoles empieza a cultivar un independentismo inverso.