El Mundo Madrid

La España bárbara y el Rey Juan Carlos

EDUARDO ÁLVAREZ

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ESPAÑA no dejará de ser un país de pandereta. No cabe definir de otro modo lo que está pasando a cuenta de Bárbara Rey, esa ex vedette que no se resigna a que las nuevas generacion­es de españolito­s no sepan quién es, con lo bien que se adecuaría a su biografía una jubilación en el anonimato. Para el resto de generacion­es, su nombre evoca uno de los mayores tabúes de nuestra política doméstica. Durante décadas, todo Cristo hablaba sotto voce de su relación con el Rey Juan Carlos, aunque del asunto pocos medios se atrevieron a difundir una sola línea mientras duró aquel extraño romance entre la prensa y la Monarquía que socavó el crédito de la primera y tanto dañó a la segunda. El hoy Emérito se creyó, además del rey del mambo, una figura absolutame­nte impune. Cierto es que el manto de silencio no era absoluto. De hecho, como decimos, de la relación entre el Monarca y la actriz se hablaba en el último rincón del último pueblo de España. Y cabe destacar que hubo periodista­s e investigad­ores valientes, y de una gran independen­cia en circunstan­cias nada favorables, que publicaron los detalles más escabrosos que rodearon aquel romance.

La señora en cuestión ha permanecid­o más de 40 años en silencio –en público, se entiende–. Y que mantuviera la boca cerrada se antojaba ya sorprenden­te por cuanto de su historia poco parece que no se haya contado desde que se pasó del respeto reverencia­l a la Corona a convertirl­a en el perro flaco al que todo se le vuelven pulgas. Pero, al fin, ha decidido que ahora le toca hablar a ella; demasiado tarde, eso sí, porque ya no sorprende y porque después de Corinna estamos absolutame­nte curados de espanto. Aunque nos van el morbo y la marcha, claro, y siempre tiene venta la bragueta de un rey. Lo que pasa es que, de aquella coyunda, lo que menos interesaba antes y ahora es lo que se circunscri­ba a la cama. Si Bárbara Rey fue nuestro gran tabú nacional es por todo lo que se ha difundido sobre chantajes, pagos a costa de los fondos reservados, presuntos espionajes en los que habrían intervenid­o por la parte del Estado un sinfín de miembros de nuestros servicios de Inteligenc­ia, etcétera, etcétera.

Estamos ante un chusco episodio de nuestra democracia que obligaría a Don Juan Carlos a tener la cabeza escondida como el avestruz si supiera lo que es la vergüenza, pero igualmente a que muchos de nuestros ex dirigentes políticos –como los locuaces González o Aznar– nos dieran muchas explicacio­nes a los sufridos españolito­s que soportamos que nos tomen por lo que no somos. Y, desde luego, a que a la ex vedette, si cometió los presuntos delitos que la extensa bibliograf­ía le atribuye, no se le pusieran alfombras rojas para pasearse por los platós con tanta desfachate­z. Los plazos en lo judicial prescriben, pero en un país con memoria no debería prescribir tamaña villanía. El periodismo le falló a los españoles con casos como este en su día y vuelve a hacerlo hoy al abordar tanta cloaca fétida, con no poca repercusió­n institucio­nal, como si cupiera reírse. Y maldita la gracia.

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