Telémaco en la Complutense. (Lo que queda del padre)
JUAN CLAUDIO DE RAMÓN
EN SU soflama complutense –sería aconsejable que la prensa de progreso no pretendiese hacer de Elisa Lozano una nueva Anna Ajmátova o Simone Weil– la mejor alumna de su promoción se hizo disculpar su garrula intransigencia con una confesión que me dejó meditabundo. Fue al admitir no haber tenido una figura paterna, «porque los padres, bueno, en fin. Hay de todo». Mi actitud de reproche cesó y quise entender el incidente a la luz del desabrigo paterno. Quizá Elisa solo se desahogaba contra su padre prófugo, al que pensó la escandalera le daría recado. Quizá no. Pero así como el narrador de El Gran Gatsby recoge, en el célebre íncipit novelesco, el consejo de su padre de no criticar a nadie sin recordar antes las oportunidades recibidas, así no deberíamos criticar a nadie sin pensar antes que no todos han tenido el padre que tuvimos nosotros.
El padre ausente es un fenómeno contemporáneo que interesa a las ciencias sociales. La falta de figura paterna se vincula con mayores riesgos de delincuencia juvenil, embarazo adolescente, violencia machista o pobreza. El psicólogo italiano Massimo Recalcati aventura que, en la cultura moderna, el complejo de Edipo –el hijo combate al progenitor para conquistar su libertad– cede su sitio al complejo de Telémaco –el hijo anhela, como en Ítaca el heredero de Ulises, el regreso del padre, en la esperanza de que sea capaz de poner fin al caos que se ha adueñado de su corazón y de la ciudad–. Recalcati se cuida de proponer un retorno, por lo demás imposible, del pater familias de autoridad casi religiosa; ese padre que se equipara con la ley y contra el que Kafka escribió el más angustioso alegato en su Carta al padre. Si el padre ha de encarnar algún tipo de normatividad solo podrá ser a través de la donación de un ejemplo, de un testimonio.
¿Y el padre presente? Está asustado. Se repite a diario sus deberes: proteger, proveer, preparar. A la vez, intuye que ninguno de estos tres cometidos podrá cumplirlo cabalmente. En parte por sus propias insuficiencias, en parte porque hay desfiladeros que es necesario recorrer en soledad. Lo que quedará del padre será entonces, en efecto, un ejemplo, un testimonio. Una palabra que volvemos a hallar en Florecer (Ed. Didaskalos) el –por contenido y tirada– precioso librito que Daniel Capó ha publicado en tándem con Carlos Granados. Capó reflexiona en las páginas que le deben pluma sobre los misterios de la filiación y la paternidad. La tarea del padre, dice bellamente, es la de dar un testimonio de fe en la grandeza humana, enseñar en el asombro de lo posible, impedir que el nihilismo tenga razón. Preparamos al hijo para que un día camine delante de nosotros; para que, cuando cesemos de pesar sobre el mundo, la memoria de una obstinada fidelidad le preste el coraje para seguir floreciendo. «Llamar a la vida y aceptarla con sus riesgos, sin ceder a los dictados de la desesperanza». Lo que queda del padre es un paracaídas contra el vacío.