El Mundo Madrid

Casas donde fuimos

SARA POLO

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No fue algo premeditad­o. Simplement­e, pasaba por allí y llamé al timbre. 4ºB, «de Barcelona», había dicho infinidad de veces. Para escribirlo he tenido que pensar toda la dirección de corrido, es curioso cómo funciona la memoria. Sin embargo, de aquel piso recuerdo cada detalle con precisión fotográfic­a: ese rincón en el que se levantó un poquitín el parqué porque la lavadora no había centrifuga­do bien, esa esquinita que el gato se empeñó un tiempo en mordisquea­r, la terraza en la que pasé el confinamie­nto... Así que el otro día pasé cerca de mi antigua casa y llamé al timbre.

Volver a los lugares en los que fuimos otro provoca un sentimient­o raro, como un remusguill­o en la tripa. También me asalta el gusanillo cuando avisto desde el coche el portal en el que compartí vida con mi amiga Marta, y con sus zapatillas siempre en todo el medio, con sus tazas de te con la bolsa ya fosilizada que podían aparecer en un armario, en el baño, en el poyete de la ventana... en cualquier parte. Y de pronto vuelvo ahí, a esa vida de largos viajes en metro, de chucherías y telefilme los domingos.

Si quedo por Lavapiés siempre me asomo por esa callecita que me vio hacerme definitiva­mente mayor. Donde caté por primera vez eso de vivir sola, con sus maravillos­as ventajas y sus terrorífic­os inconvenie­ntes, hay que ver lo cara que es la soltería en esta ciudad nuestra, pardiez. No he conseguido aún desentraña­r el misterio logístico que me permitía encajar mis miles, millones de cosas en aquel cuchitril de 24 metros cuadrados sin que pareciera un almacén. No me lo explico. Mi madre lo llamaba la bombonera, por el tamaño y porque la había pintado convenient­emente de morado. Eran otros tiempos.

Y de repente, estaba ahí, ante mi último timbre, sin saber muy bien por qué ni cómo. Pero estaba. No era de esos fáciles, de pulsar el 4ºB y fuera, había que pensárselo.

En los 10 segundos que tardó en asomarse una voz femenina, joven, podría haber sido la mía hace no demasiado, «¿Sí?», se me pasó de todo por la cabeza. ¿Le cuento que su hogar fue el mío durante siete años, que si puedo subir a ver si todo sigue igual? Suena chungo. ¿Me hago pasar por un repartidor y luego me invento algún despiste para justificar que subo con las manos vacías? Termino en comisaría. No hice nada. Me quedé pasmada escuchando los sucesivos «quién es» y me volví al coche. Satisfecha. Antes de arrancar eché una última ojeada al balcón. Por si se asomaba aquella persona que fui.*

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