El Mundo Madrid

Del Cádiz a El Boquerón

- ZABALA DE LA SERNA

Viene este cubil bajo el puente gigante y colgante del Dos de Mayo, entre toros, tenis y fútbol. Mañana juega el Madrí contra el Cádiz, un equipo que sólo con nombrarlo activa automática­mente tres nombres en la memoria: Mágico González, Juan José –nuestro Ulises–y Ramón de Carranza. O «el Ramón de Carranza», más que por el estadio cuyo nombre la Ley de Memoria Histórica ha borrado, por el trofeo de verano que nos colocaba de niños ante el televisor para ver los nuevos fichajes, las viejas promesas, el estado de la plantilla. El Carranza y el Teresa Herrera, las pruebas de categoría de la pretempora­da que casi siempre contaban con el Real Madrid, funcionaba­n como balizas en el mar de las vacaciones, cuyo final anunciaba el Trofeo Bernabéu, en la frontera de septiembre. Decir Cádiz, futbolísti­camente hablando, es volver al debut del Buitre, a aquel regate de funambulis­ta sobre la cuerda floja de la línea de fondo. Decía mi padre que nunca había visto un jugador que le recordase tantísimo a Molowny, el Mangas, por su parón en el área, por ese dribling en punto muerto. Él fue quien nos inoculó la religión madridista, la pasión taurina, la devoción por Madrid. Nos trazó un hoja de ruta vital, también el culto a las tabernas del Foro.

Hace unos días fuimos a celebrar a la taberna El Boquerón el cumpleaños de mi hermana Verónica, que se hacía empresa. Cumplía un puñadito de infancias. Palpita todavía en cada una de ellas el alma castiza que bebimos entre barras, cañas y chatos. Por eso la convidá era en el centro de Lavapiés, que antes se decía los barrios bajos de este Madrid donde aprendimos la tabernidad.

En El Boquerón late la tabernidad en esencia, como el chinchín de los vasos en la barra de metal que regenta, como el garito, Pedro Andrés Simón desde hace 60 años. A su mujer, Paloma, la conocimos en Viña P cuando la plaza de Santa

Ana era el bulle bulle del corazón taurómaco de la capital: toreros sin contratos, banderille­ros en contrataci­ón, tiesos pintores costumbris­tas, Jorge Laverón y otras especies de bien vivir. Del Boque, del Boquerón, quiero decir, ha escrito Andrés Sánchez Magro en su Biblia tabernaria una pieza con el pulso de lo castizo. La titula La Meca de las Tabernas, firmada por él, el Príncipe de las Mareas. Y recita la alienación del género, adornándos­e en el adjetivo: «La ostra tiene usía, la cigala tronío y el camarón pellizquit­o». Sin sustos para la cartera, añado, en un equilibro exacto entre el precio y la calidad. Asume Pedro, el dueño, que la clave es que no se te vaya la olla queriendo ganar más de la cuenta y así la cuenta evita llamarse aquí la dolorosa.

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