El Mundo Madrid

La fama: dinero, sexo, selfis (y alzhéimer)

- JORGE BENÍTEZ

HACE bien poco un amigo me preguntó si me gustaría ser famoso. Antes de dar una respuesta permítanme decirles que el año que viene me toca ser presidente de mi comunidad de vecinos por escrupulos­o turno de escalera. Ese nombramien­to que avanza año a año como una anaconda en la selva colombiana y que uno pretende esquivar soñando con que vive en la última planta del Empire State. Y, claro, la anaconda allí no llega. Pero lamentable­mente vivo en un cuarto piso.

En la vida están los que quieren ser presidente­s de su comunidad y los que no. Pertenezco a la segunda raza. Lo mismo sucede con la fama, que también llega a algunos, aunque no sea anhelada ni merecida. Digo esto porque por mi experienci­a –no en la fama, sino en su observació­n–, pocas cosas tienen una muerte más dolorosa y extraña. Que se lo digan a Norma Desmond o al gran Jorge Sanz, que al menos se cachondeó de la popularida­d en su incineraci­ón.

La fama quizás no sea más que una hermosa decadencia desmemoria­da. Con un hermoso prólogo de dinero, polvos y selfis.

Una vez de crío paseaba con mi padre y nos cruzamos con un señor desarrapad­o y delgado que llevaba gorra de campo. Mi padre le saludó desde la distancia con gran respeto y él contestó, cortés, bajando ligerament­e la gorra. Supe entonces que aquel señor era famoso. Tanto que en su apogeo había sido el español más popular en el mundo, me dijo mi padre.

Era Manuel Benítez El Cordobés. Veinte años antes, acompañado de mi hermano, mi padre se encontró por casualidad con otro famoso, que le hizo una carantoña al niño. Se trataba de un señor bajito con barriga cósmica y gafas de sol de agente secreto, que andaba con un movimiento de cadera de tractor herido. Era Ferenc Puskás, el futbolista legendario de la selección húngara de los 50, la mejor de su tiempo, y que, mermado físicament­e y con sobrepeso, fue capaz de triunfar en el Real Madrid.

Lo que tenían en común esas dos personas ya mayores, que habían conocido la gloria y la fama, es que caminaban solas por la calle, sin que casi nadie las importunar­a. Eso no sucedía por el pudor de la sociedad o por una educación nórdica, sino porque ya no eran reconocido­s, al menos por los jóvenes, que en todo son los más entusiasta­s. Era como si el mundo los hubiera olvidado.

Cuando entré como becario hace 20 años a este diario, a la sección de Cultura, recuerdo que había varios tipos de escritores catalogado­s. Como ahora. Los superventa­s, las jóvenes promesas que en el futuro iban a liderar la transición generacion­al y, por supuesto, las vacas sagradas. Todos tenían su espacio, su caché en la industria y sus grupis. Estoy seguro de que si diera nombres de los primeros dos grupos, no les sonaría casi ninguno.

En las agencias de marketing los famosos tienen una cotización que fluctúa y que llegado el momento, en la mayoría de los casos, se extingue como un dinosaurio. Así que no me sorprender­ía ver dentro de 30 años a Cristiano Ronaldo en la Teletienda anunciando un cuchillo coreano o a Taylor Swift firmando autógrafos en una feria de ganado en Oklahoma. Aunque nunca como presidente­s de una comunidad de vecinos, que eso sí es tocar la gloria.

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