De la fiebre del oro a la de las tierras raras
LA CODICIA humana es un virus mutante. En el siglo XIX enfermó al mundo de una repentina fiebre del oro. En el XXI amenaza con provocarle una pulmonía geopolítica derivada de otro milagro mineral: la nueva alquimia de las tierras raras, 17 elementos de nombre exótico –escandio, itrio, disprosio, holmio...– que del fondo de la tabla periódica han saltado a primera fila, convertidas en piedra angular del consumo moderno y la transición verde. La fuente de la que beben desde el móvil al coche eléctrico, pasando por robots, turbinas y hasta los drones con los que se juega en el tablero estratégico de la guerra moderna.
Semejantes superpoderes las han convertido en las nuevas pepitas doradas de los ríos californianos que transformaron a unos peregrinos ascéticos y sacrificados en mineros rapaces armados de pico y pala. Una era en la que el sueño americano enjugó el sudor de la frente de agricultores y ganaderos para permitirles apostar a la prosperidad exprés y dejar los campos en perpetuo barbecho: había otras cosas que hacer en una California convertida en casino y en burdel.
La diferencia con esta nueva fiebre es
que la partida se juega hoy en las alturas (las tierras raras ya tensan la relación comercial entre EEUU y China, que concentra un peligroso porcentaje de esos elementos claves para la defensa). Al contrario que el oro, no son metales puros y su extracción es agónica, así que el proceso de separación de las rocas, donde no se hallan en altas concentraciones, requiere métodos caros y sofisticados.
La extracción de oro en el glorioso año de 1848 estaba, en cambio, al alcance de cualquiera que tuviera hambre y audacia. Al final fueron cientos de miles los buscavidas que arriesgaron vida y fortuna para probar suerte en la lotería. La culpa del terremoto la tuvo James Marshall, un joven que trabajaba en New Helvetia, colonia fundada por el suizo John Sutter tras huir de Europa asediado por las deudas. El 24 de enero, Marshall observó un extraño fulgor al fondo del río. Los rumores del hallazgo se volvieron un clamor, que estalló del todo por boca de Samuel Brannan, periodista que viajó a la zona para certificar el milagro y acabó montando un próspero todo a cien para buscadores de oro donde había desde monos de faena a herramientas y filtradores... Sólo faltaba que el presidente confirmara el asunto, y así lo hizo James Polk en un informe al Congreso. Dos años después, la pequeña San Francisco había engordado de 800 habitantes a 25.000 y la fiebre del oro había dejado un opaco rastro de miseria, violencia y muerte.