«Enterraron vivos con una excavadora a los heridos»
L La batalla por Al Fasher constituye un microcosmos de la anarquía al estilo somalí en la que se ha sumido Sudán L Refugiados en Chad narran atrocidades de la guerra
Con el rostro cuarteado por las arrugas y los ojos carcomidos por la enfermedad, Zakiya Hussain se expresa siempre agachando la cabeza. Su relato se acerca más al cuchicheo que a la narración. Pero cuando escucha el nombre de Ali Dinar recupera la sonrisa y levanta el puño al aire. «Yo soy una de las descendientes del sultán», proclama con orgullo alzando la voz hasta que parezca un grito.
Para un sector de la población de Darfur como Zakiya, el simbolismo de Al Fasher les permite remontarse a una era de hipotético esplendor. Las espadas de plata, los colmillos de marfil o el mismo trono que ocupó el sultán Ali Dinar en el palacio de esa ciudad, siguen siendo una metáfora de los siglos en los que dicho reino fue un centro de poder regional.
La batalla que se libra actualmente por el control de Al Fasher, el epicentro del sultanato de Darfur, es un microcosmos de la anarquía al estilo somalí en la que se encuentra sumido Sudán desde el año pasado. «Ya es una guerra civil de todos contra todos», afirma Hatim Abdallah al Fadil, de 39 años. Lo hace con desasosiego porque el antiguo activista fue uno de esos millones de sudaneses que salieron a celebrar en las calles el 17 de agosto de 2019 la firma del acuerdo de transición pactado entre la junta golpista y el movimiento cívico que consiguió la remoción de Al Bashir. «Pensábamos que era el inicio de la democracia», opina con cierto regusto amargo.
Muy pocos recuerdan quién firmó aquel pacto por parte de los uniformados. Un tal Mohamed Hamdan Dagalo, alias Hemedti. El mismo dirigente de los paramilitares del RSF (Fuerzas de Apoyo Rápido, por sus siglas en inglés) que se lanzó a una confrontación directa con el ejército (SAF) dirigido por el general Abdel Fattah al Burhan el 15 de abril del año pasado dando inicio a lo que podría ser el capítulo final de la descomposición del país.
«La continuación de las hostilidades puede llevar al desmembramiento de Sudán», alertaba el último estudio del Centro Árabe de Washington.
Hatim Abdallah se expresa debajo de una estructura sin sentido. Un puente sin acabar que ha terminado sirviendo de improvisado puesto fronterizo entre Chad y Sudán. Decenas de mujeres y niños se agolpan bajo la sombra que genera a la espera de que los funcionarios chadianos –un par de abnegados personajes instalados en una mesa y una silla tan destartalada como el paisaje que les circunda– registren sus nombres.
Él forma parte del amplio éxodo de casi 600.000 refugiados sudaneses que han huido a Chad desde abril de 2023. Durante la revuelta contra Bashir de 2019 fue uno de los principales activistas prodemocracia en la localidad de Geneina, la capital de Darfur del Oeste. «Mi nombre estaba en una lista negra. Los RSF vinieron a mi casa y le pusieron una pistola en la cabeza a mi mujer. Menos mal que hacía días que me había escondido».
Cuando pudo reunirse con su esposa y sus tres hijos, aceptó el trato que le propuso un miembro del RSF: 200 dólares por adulto para poder superar en el coche del paramilitar los puestos de vigilancia que controlan los 27 kilómetros que separan su villa
natal de la linde de Chad. «Durante el viaje vimos una decena de cadáveres tirados en la carretera», dice. Eran de su misma tribu. Los Masalit.
Uno de los más de 80 grupos étnicos que conviven –o más bien convivían– en Darfur.
Al Fasher es la última ciudad significativa de Darfur que permanece en manos del ejército, que perdió hace meses las otras cuatro capitales de provincia del área: Nyala, Daein, Zalingei y la citada Geneina. La confrontación por el control de la metrópoli se intensificó durante el pasado fin de semana. Dentro quedaron retenidos cerca de 1,8 millones de personas, cientos de miles de los cuales son desplazados del presente conflicto o del genocidio de 2003.
«Los civiles nos quedamos atrapados entre los dos enemigos. Nosotros ya habíamos tenido que huir de la ciudad de Nyala. Vivíamos en una escuela. Cuando empezaron los bombardeos escapamos en camiones. Los hombres tenían que saltar de los vehículos cuando nos acercábamos a un control y caminar a través del desierto hasta superar a los RSF», precisa Musa Abdelkarim, uno de los huidos de Al Fasher que han llegado en las últimas jornadas al campo de refugiados de Adre, en Chad. «Los heridos están siendo trasladados en carromatos tirados por burros. La gente no puede pagar la comida. Un trozo de pan vale 200 libras (antes valía 100)», agrega Abdelkarim.
Los campos de refugiados instalados en el este de Chad que acogen a las víctimas del genocidio que se gestó en esa región a partir de 2003 se confunden con los que reciben a los que huyen de la última guerra civil. Los más antiguos –como el que se encuentra en los alrededores de la población de Farchana– disponen de letrinas o postes de luz alimentados con placas solares. Muchos de los recién llegados a la localidad de Adre se cobijan bajo telas colgadas de cuatro palos. Hasta en la miseria existe un escalafón.
Los expertos y las propias informaciones provenientes de Al Fasher indican que el esfuerzo del RSF por capturar ese enclave puede desatar una confrontación bélica del mismo calado que la que ha devastado a Jartum, la capital de Sudán. «Al Fasher está al borde de una masacre a gran escala», estimó hace días la embajadora de EEUU en Sudán, Linda Thomas-Greenfield.
La hipótesis de que Al Fasher degenere en carnicería es algo más que alarmismo. No hay que remontarse a 2003. Basta con examinar el rastro de sangre que dejó el RSF al capturar Geneina. Miles de huidos de esta localidad se han exiliado en los campos de refugiados del este de Chad y todos coinciden en narrar terribles salvajadas. Amira Ibrahim ni siquiera sabe bien su edad. Era una niña cuando huyó de Geneina en 2003. Pero no se le ha olvidado del grupo de «hombres montados en camellos y caballos» que irrumpió en su aldea y comenzó a quemarla. «Estuvimos escondidos un día hasta que pudimos escapar por la noche. Vimos cómo lanzaban a varias personas a la hoguera», relata.
El horror que vivió cuando era una menor ha vuelto a atraparla de adulta. «Es el mismo problema que en 2003», asiente Amira, que esta vez ha tenido que huir junto a sus tres hijos. Sentada en una alfombra bajo un techo de cañas, la joven evoca el día en el que se incorporó a la huida masiva de la comunidad Masalit en junio del año pasado, cuando el RSF inició su asalto definitivo en Geneina. «El RSF comenzó a disparar contra la multitud y provocó el pánico. Estuvimos escondidos tres horas en un wadi (un arroyo seco). Pude ver cómo en una de las orillas una excavadora enterraba a decenas de cuerpos. Algunos estaban muertos, pero también enterraron vivos a muchos heridos. Gritaban pidiendo ayuda», cuenta.
Los conflictos fratricidas acaban por disolver la cohesión social y Amira es una testigo de excepción de esa regla casi matemática. Antes de huir tuvo que pasar otras muchas horas escondida junto a los pequeños en su vivienda. Desde allí pudo ver cómo los miembros del RSF alertaban al vecindario de que sólo buscaban a los Masalit. «Decían que los Tama o los Erenga (otros grupos tribales de Darfur) podían quedarse. Le pedí a una vecina Tamo que me guardara algún mueble porque iban a quemar la casa y me exigió 15.000 libras (unos 23 euros). Éramos amigas desde la infancia. Después nos enteramos de que su familia saqueó nuestra vivienda».
No lejos de su choza, en el mismo campo de refugiados de Farchana, el jeque Ibrahim Mohamed rememora cómo, tras escapar de Al Fasher a Geneina al inicio de la guerra civil el año
pasado, se vio aislado en su domicilio mientras los paramilitares asaltaban otros habitáculos del área. «Vimos cómo tres hombres armados con el rostro cubierto con pañuelos atacaban la casa de los vecinos. Gritaban: ¡Abrid la puerta! Uno intentó huir por detrás pero le ametrallaron. Al final tiraron abajo la puerta y entraron en la casa. Encontraron a tres personas escondidas en el baño y les asesinaron a tiros. Los cadáveres estuvieron
«Vimos cómo lanzaban a varias personas a la hoguera»
El éxodo de sudaneses a Chad ha ascendido en un año a 600.000
seis días tirados allí mismo. No nos dejaban enterrarlos», refiere.
En Farchana, cada choza de refugiados esconde un recuerdo dominado por el espanto. El de Sara Yusef difícilmente podrá disociarse de la jornada del 15 de junio del 2023 en la que un convoy del RSF arremetió contra la clínica improvisada en la que asistía como voluntaria. «Eran dos o tres casas, y varias tiendas de campaña construidas con plástico y cañas. Los heridos estaban tirados en el suelo. Lo mismo que los muertos. Todo muy básico», observa.
El día citado, varios vehículos equipados con ametralladoras se aproximaron al lugar y comenzaron a disparar. «En ese momento teníamos a 250 heridos en las viviendas pero muchos más entre los árboles. Se desató el caos. Todo el mundo intentó salvar la vida como podía. Estaban disparando contra todos: doctores, enfermeras, heridos. Tuvimos que dejarles allí». A Sara se le llenan los ojos de lágrimas cuando alude a esas escenas. Nunca supo qué pasó con sus pacientes. Días más tarde, cuando ya se encontraba en Chad, se topó con uno de los heridos que había sobrevivido. Le dijo que los milicianos habían ejecutado a la mayoría.
Las ONG que actúan en Sudán se quejan ahora del contraste radical que supone el desinterés global hacia esta guerra y la ingente movilización social que se generó durante la crisis del 2003 bajo el mantra de «Salvemos a Darfur» y el activismo de personajes como Mia Farrow o George Clooney. «Con crisis como Ucrania o Gaza no hay espacio para Sudán. Sólo se ha conseguido recaudar un 12% de los fondos que requiere Naciones Unidas para cubrir las necesidades de la población sudanesa. Y la crisis no ha hecho más que empezar», indica Concha López, directora de la ONG española Plan Internacional, desplazada hasta Chad para evaluar la magnitud de la catástrofe.