EL TÍTERE Y LA INSTITUCIÓN
El fango es como los ansiolíticos: cuando te enganchas necesitas doblar la dosis para obtener el mismo efecto. Los plumillas acudíamos al Congreso con las expectativas cenagosas muy altas, calzados con katiuskas y cubiertos por impermeables, confiando en recibir la crecida de fango que
promete cada sesión parlamentaria. Y sin embargo apenas se nos obsequió con un puñado de lamparones.
La decepción cuajó desde el principio, cuando Pedro subió a proponer un punto y aparte en el género de la crispación. Era tanto como esperar de un guionista de true crime una súbita conversión a la comedia romántica. Disimuló un minuto anunciando el reconocimiento del Estado palestino, «el paso de las palabras a los hechos», como si reconocer un Estado sin límites territoriales, sin instituciones propias y sojuzgado por una banda terrorista no fuera otra cosa que palabrería preelectoral. Pero pronto se cansó del papel de Gandhi, se despojó de su túnica comprada en los chinos, se agachó para hundir la zarpa en la charca cainita y se
dedicó a rociar de barro a la oposición con la entrega propia de un liberado sindical, alguien con todo el tiempo del mundo, un gobernante hologramático sin margen para elaborar presupuestos o convencer a su propio Gobierno de que le apruebe la abolición de la prostitución.
«¡Practiquemos el juego limpio!», suplicó minutos antes de llamar extremista a todo cristo menos a sus aliados de dentro y de fuera: de Maduro y Petro a Otegi y Puigdemont. Bajo la mirada curil de Albares –qué buen sacristán se está perdiendo el monasterio de Belorado–, Pedro sentenció que la diplomacia no va de «no molestar a nadie» (y todos completamos su frase mentalmente: «... sino de molestarlos a todos por intereses personales»). Delató su megalomanía ridícula escogiendo la primera persona: «He desplegado una política internacional ambiciosa» (el servicio diplomático para Él es eso: el servicio). Y al fin abordó el asunto de su señora, que en realidad no es su señora sino la señora de España, un grado superior de parentesco no estudiado por Lévi-Strauss que sería la parienta de Estado. La canallesca mediática debería en adelante dirigirse a Ella por su título nobiliario: Institución Gómez.
«¡Me atacan a mí no por mi apellido sino por mis políticas progresistas!», clamaba el presidente del país que lidera la precariedad laboral europea con la renta per cápita estancada desde hace una década. Y dado que todo serial, como los ansiolíticos, necesita redoblar las emociones para mantener la audiencia, apeló a unos
«Feijóo vació una cisterna de ironía sobre los puntos sensibles de Sánchez»
«poderes oscuros» a los que sirve la-derechay-la-ultraderecha que le persiguen a él igual que Villarejo perseguía a los separatistas rusonianos que le pagan el alquiler. Una víctima total, Pedro. Esta tarde pregunto en el Centro de Acogida San Isidro a ver si hay cama para él. Y para Insti Gómez, que el centro es mixto.
Llevado de su devastadora piedad hacia sí mismo incurrió en una provocación peligrosa: «Si me llaman a mí o a mi esposa a declarar al Senado, estaremos encantados de acudir. Si tratan de quebrarme van listos» (presumió el de la carta lacrimógena). Dicho y hecho. Feijóo le respondió: «O da explicaciones hoy en el Congreso o lo hará obligado en el Senado». El líder de la oposición se gustó vaciando una cisterna de ironía sobre todos los puntos sensibles de un presidente menguante, del retiro de cinco días a los fuegos diplomáticos pasando por las influencias de doña Institución Gómez. Porque mientras estira su muro desde el Río de la Plata hasta el Jordán, a las paredes del búnker se le caen cascotes del Frankenstein y por debajo de la puerta llegan citaciones judiciales. Nadie mejor que la bancada socialista conoce su trance existencial, y por eso corrió a festejar algún lapsus inoportuno que cometió Feijóo, que es como ir palmando de cinco y celebrar un tiro al palo. Saben que la legislatura solo durará si el PSOE logra un empate técnico con el PP el 9-J.
Cabía fantasear con una salida en tromba de Abascal para explotar el éxito de Vistalegre. Pero nuestra piel encallecida apenas notó los fangosos impactos. Adoptó un tono bajo y una prosodia lenta, quizá para estirar argumentos manidos sobre inmigración y agenda verde. El turno se le hizo interminable. Defendió a Milei, claro, pero puso más empeño en atacar al PP. Atacó a Sánchez, claro, pero lo más pantanoso que se le ocurrió fue llamarlo «títere». Patxi, que tenía orden de pedir las sales a Armengol en cuanto el líder de Vox incurriese en alguna enormidad, tuvo que conformarse con un término que hasta Dora la Exploradora despreciaría por cursi.
Errejón sabe que Pedro les está dejando sin partido por absorción, de modo que se ha calzado unas gafas como de Strelnikov de Malasaña para frenar el trasvase mientras repite «genocidio» muchas veces. Rufián, por su parte, subió a la tribuna a lamerse las heridas electorales con una disertación sobre la antipatía de la izquierda, que receta Gramsci en vez de Pablo Motos al sufrido pueblo plurinacional. Lleva razón don Gabriel. La izquierda es un coñazo ya hasta cuando enfanga.