Una faena diferencial, una tarde categórica
David Galván firma la más bella obra de la feria y otra inadvertida en una cita que sella de principio a fin y salda con una sola oreja
ZABALA D E LA SERNA MADRID Tremendo es el adjetivo exacto para David Galván. Pensarán que lo escribo para la faena más bella y diferencial de San Isidro, para lo obvio, que también, pero no. Aquella otra faena en los albores de la tarde subió al limbo de la nada cruelmente ninguneada. Galván fue una estatua entre los testarazos de una cabeza estratosférica y, lo que es peor, entre los viajes que una y otra vez pasaban por dentro, venciéndose. No sólo no hubo una guiñá o encogetá (rectificación para el común de los mortales), sino que además quiso siempre hacer el toreo de verdad por colocación y trazo. Saliese o no. Vistaalfrente, que así se llamaba el toro de la ganadería de El Torero (Lola Domecq), traía una movilidad muy loca y cierta obediencia sin entrega en su cuerpo abisontado y levantado del piso. DG le ofreció distancia, lo sentí cogido una vez por cada serie, conquistó series de impensable limpieza y, al final, después de tanto, el público ovacionó casi con más fuerza a la bestia que al hombre. Ni la despedida por giradas manoletinas ni una estocada impecable variaron el rumbo de Madrid, juzgado de guardia. Ni un pañuelo.
El personal despertó y empezó a enterarse de David Galván con un cuarto que certificaba la escalera de El Torero, un mansito que aderezó con un gusto infinito. Una faena sutil, de elegante pulso, casi al paso. Imprevista por la sorpresa del toro tras caótica lidia. Y, de pronto, el tacto de las dobladas de hermosa flexibilidad que simplemente
acariciaba, dotando la dormida embestida de celo. Fueron dos series así, abrochadas por un pase de pecho monumental a la hombrera contraria, por una trincherilla como una escultura. Aquello fluía en una nube, tan distinto, tan carísimo el toreo. Cuando propuso la izquierda y el toro dudó, resolvió con una gavilla a golpe de muñeca, una y otra vez la belleza. Caían los oles ante su precisión de relojero, la finura engarzada que daba la hora lentamente. Epilogó la distinguida faena como la había prologado, enterró una estocada hasta los gavilanes y paseó la oreja al toreo fino, o afinado, de toda la feria. Categórica tarde. Venían cinqueños los toros de Lola Domecq, armados hasta los dientes, bajo y hechurado el segundo. Tuvo otro aire, otro son, el poder contado. Sin romper. Álvaro Lorenzo le echó temple, orden y mano baja al puchero, que nunca hirvió del todo. Las primeras series con la derecha adquirieron una temperatura mayor, pero el toro se fue apagando antes de hora. La corrida se enlotó con un criterio raro, pues en la bolita de Lorenzo entraron los dos más armónicos. Espadachín sumó quinto con notas esperanzadoras que se consolidaría como estupendas. Al tuvo también una primera parte de faena esperanzadora pero, en su caso, no se consolidaría. Y se fue disolviendo bajo la presión ambiental que ya se sentía con el notable toro. Un varapalo en su delicada situación. Es impresionante la velocidad a la que Madrid devora a sus ídolos, demagógicamente levantados sobre pedestales de barro. A Ángel Téllez, por ejemplo, pero no sólo. Su pareja se erigió como la peor. Fue el feo toro nervudo y especialmente malo por la izquierda. Téllez se trabó en la voluntad, quedándose como ausente después de media estocada tendida. Y no salió del atolladero con el último de corto y recto viaje en faena larga, deseosa, torpona de piernas y pésimamente resuelta con la espada.