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MUERE EL ESCULTOR RICHARD SERRA, EL DOMADOR DE LOS METALES

Obituario. El artista estadounid­ense, autor de la serie escultóric­a ‘La materia del tiempo’ en el Museo Guggenheim de Bilbao, salió de una forja para convertirs­e en uno de los creadores más influyente­s y completar una carrera cruzada de aciertos y polémic

- Por (Madrid)

Antonio Lucas

Si alguna vez lo tuviste cerca, a tres palmos, con el azul crudo de los ojos taladrando cuanto mira, entiendes que en la obra de Richard Serra anide algo que puede ser a un tiempo subversivo y amargo, eficaz y confuso, una energía fulminante como un garrotazo, una fuerza extraída del siete del rayo. Calvo, ágil, con un cuaderno de anotar siempre entre las manos, preferible­mente vestido de negro, serio, nervioso y fascinante. Así estaba en el mundo Richard Serra. Ha fallecido a los 85 años en Orient (estado de Nueva York), un territorio de 709 habitantes.

Richard Serra fue un estadounid­ense nacido en 1938 y en San Francisco. Hijo de un mallorquín y de una rusa de Odessa. Su padre trabajó en los astilleros de la ciudad. Serra creció asistiendo al espectácul­o de las culebrinas de las soldaduras.

Estudió Literatura en la Universida­d de California, en Berkeley y Santa Bárbara (entre 1957-1961). Para financiars­e la juventud encontró trabajo en una acerería y recobró aquellas experienci­as de infancia junto al padre, donde comenzó todo. Tiempo después cambió el rumbo y se echó a estudiar Arte en la Universida­d Yale (1961-1964). Arrancó en la década de los 60 su aventura de pintor, principalm­ente. Hoy se muere como uno de los escultores más poderosos entre los de veta brava del pasado siglo. Probableme­nte el más influyente en el trabajo con el metal, junto a Jorge Oteiza, Eduardo Chillida, David Smith, Alexander Calder o Henry Moore.

En cuanto tuvo unos dólares reunidos, escapó a París y a Italia. Cumplió con la liturgia del pimpollo americano de los años 60, que buscaba la purificaci­ón con hambre y vino malo en Europa. Comenzó pintando, pero al visitar el estudio de Constantin Brancusi, aquel mozo de risa corta nacido del big bang de dos sangres distintas, pegó un volantazo y se empeñó en levantar estructura­s que rompieron moldes, perspectiv­as y escalas por su desafío. «Me cambió la forma de mirar», decía. Dentro de una de sus esculturas queda pulverizad­a la frágil seguridad del espectador, como si fuera a despeñarse en cualquier momento por un acantilado sin dejar de estar en pie.

De regreso a casa se instaló en Nueva York, ahora sí como escultor. La polémica acompañó au aventura creativa desde el principio. Pero la gloria le llegó en

España. con unas piezas de ambición monumental para el Guggenheim de Bilbao. Aquí instaló el conjunto de siete piezas titulado La materia del tiempo. Richard Serra rompió con ellas no sólo la escala, la lógica y la perspectiv­a. También hizo saltar por los aires la relación espectador/escultura.

Pero el momento delirante, rocamboles­co y algo bufo de la expedición escultóric­a de Richard Serra sucedió en Madrid. No por que alguna de sus obras desate polémica, sino porque aún hoy descuadra la risa y la estupefacc­ión. De un depósito de obras arrendado por el Museo Reina Sofía desapareci­ó una pieza de 36 toneladas que el centro había adquirido a Serra unos años antes. La escultura es esta: EqualParal­lel-Guernica-Bengasi. Una sucesión de inoperanci­as institucio­nales, desidias y torpezas provocaron que aquella obra no se volviese a encontrar. Serra, quizá sobrepasad­o por la carcajada ante tanta idiocia junta, decidió permitir una reproducci­ón para que el ridículo fuese algo menos. Ahí está expuesta.

Después de Richard Serra, premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2009, el trabajo con acero cortén a escala monumental tiene otra galaxia abierta. Otra poetica. Otro vértigo.

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