Un santuario para Al Qaeda
La muerte de Al Zawahiri revela que los talibán violan el pacto de Doha con EEUU y ofrecen asilo a líderes del grupo terrorista La Inteligencia estadounidense conocía la presencia del cabecilla desde principios de año
Un runrún recorría Kabul desde el pasado domingo. Desde entonces, los vecinos trataban de descifrar el origen del estruendo que pudo oírse por todo Sharpur, un distrito central que antes alojaba a diplomáticos occidentales y hoy sirve a los gerifaltes talibán. Los barbudos habían respondido a la mayoría de interrogantes con evasivas o falsedades; ayer, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ofreció un relato más certero de lo que pasó ese día: «Se ha hecho Justicia y este líder terrorista ya no existe».
Apenas despuntaba el sol cuando Ayman al Zawahiri, el hombre que radicalizó a Osama Bin Laden, que colocó la mirilla de la yihad global sobre Occidente y que, con todo, no logró reponerse del cisma entre el todopoderoso Estado Islámico y Al Qaeda, se inclinó para completar el rezo del fajr. No sabía que sería el último. Acto seguido, como tenía por costumbre a pesar de saberse objetivo, el anciano cirujano egipcio, aquejado de múltiples enfermedades, arrastró lentamente sus 71 años hacia el balcón del chalé en el que se alojaba.
Tomar un poco de aire fresco de la mañana kabulí resultaría ser un error letal. De forma casi inmediata, dos misiles Hellfire R9X, un arma ninja que hace tal honor a su apelativo que EEUU jamás ha confirmado su existencia, salieron despedidos del dron que los transportaba por el cielo afgano, desplegaron sus largas y afiladas cuchillas y se precipitaron sobre el balcón. En un abrir y cerrar de ojos, uno de los cerebros del ataque de las Torres Gemelas quedó hecho trizas.
Todo se había milimetrado. A principios de este año, la Inteligencia de EEUU había conocido la presencia de familiares del cabecilla en la capital afgana. No tardaron en detectar también la de Zawahiri, posiblemente confiado por hallarse entre amigos que habían tomado el poder, al fin y al cabo, gracias a un acuerdo firmado con Washington en Doha.
El 1 de julio pasado, Biden conoció el plan para acabar con el terrorista, por cuya cabeza pedía 25 millones de dólares. El 25, ordenó ejecutarlo.
Nada más confirmarse la muerte comenzó el baile de acusaciones en torno al documento que representantes de la Administración Trump y de los talibán habían firmado el 29 de febrero de 2020.
En un comunicado, el secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, dijo que la presencia del terrorista en Kabul suponía una «violación flagrante del acuerdo de Doha y de las garantías reiteradas al mundo de que no permitirían que los terroristas usaran suelo afgano para amenazar la seguridad de otros países.
Por su parte, un portavoz del Emirato Islámico de Afganistán, el Gobierno instaurado tras el rápido derrocamiento de la República Islámica afgana que sostenía EEUU hasta su partida hace un año, condenó el ataque como una «violación clara» de su soberanía y del pacto de Qatar. El mismo que comprometía al movimiento fundamentalista, fuertemente apoyado por Pakistán para favorecer a sus intereses en el país vecino, a llegar a un acuerdo de «paz» con el Gobierno republicano que jamás forjó.
«Se cuenta que Zawahiri fue asesinado en la casa de Sirajuddin Haqqani, lo cual encapsularía perfectamente el temor exacto de que los talibán albergaran a miembros de Al Qaeda tras la retirada de EEUU de Afganistán», publicó en Twitter la investigadora en yihadismo Rita Katz al poco de saberse la noticia. Haqqani lidera una de las ramas más mortíferas y
El Gobierno afgano condena el ataque como una «violación» de su soberanía
sanguinarias de Al Qaeda, que lleva su mismo nombre, y es, al mismo tiempo, vice-emir del Emirato Islámico Talibán.
En un informe reciente, Naciones Unidas dio cuenta del contubernio que involucra a los talibán y a Al Qaeda. Según ese documento, Al Qaeda «usó la toma del poder de los talibán para atraer a nuevos reclutas y financiación». Los líderes de la organización, destacó, «permanecen en Afganistán». Ese texto precisó además que decenas de altos cargos talibán permanecen en la lista de personas sancionadas de EEUU. La ONU concluyó que la organización «incrementó su libertad de acción» en Afganistán.
Tamañas aseveraciones cargan de argumentos a quienes criticaron el repliegue de tropas internacionales de Afganistán, uno de los compromisos firmados en Doha que Biden acató y defendió. En el año que ha pasado desde la llegada de los talibán al poder, las leyes draconianas se han amontonado, en especial sobre las mujeres, y el empobrecimiento de la población ha ido a más como consecuencia de las sanciones, la caída de las donaciones internacionales y la incompetencia de los nuevos señores del país.
A este catálogo de males ahora cabe añadir la posibilidad de relanzar Al Qaeda, una organización de capa caída desde 2014, cuando el entonces prometedor pseudocalifa del Estado Islámico, Abu Bakr Bagdadi, renunció a jurar lealtad a Ayman Zawahiri. Aquel gesto catapultó al primero a una fama que sería tan sórdida como efímera; y al segundo lo condenó a servir de referente más espiritual que operativo. A regar Internet de diatribas sobre un pasado glorioso ya inexistente mientras Al Qaeda se desmenuzaba en pequeñas entidades más preocupadas en gobernar con tino pírricos territorios en Siria, el norte de África o el sureste asiático que en revolverse contra un Occidente que lleva años lanzándoles balones de oxígeno.