El Mundo Nacional

Relato de ley

- ANDRÉS BETANCOR SEAN MACKAOUI

HOBBES AFIRMABA que «la autoridad, que no la verdad, es la que hace leyes». Ante el caos de las guerras civiles en su Inglaterra natal, Hobbes justificó el poder, el absoluto, como precio a pagar por la seguridad. Dame tu libertad, que yo te daré seguridad. Un precio excesivo, en nuestra presente situación, pero perfectame­nte razonable a mediados del siglo XVII.

En el Estado democrátic­o de Derecho, la Ley necesita algo más. No es un accidente el que nuestra Constituci­ón prohiba la arbitrarie­dad del poder, también del legislativ­o; debe ser racional y razonable. Ahora bien, una cosa es que la Ley se base en la verdad y otra, bien distinta, que imponga «su» verdad. Esto es lo propio de los Estados autoritari­os que utilizan lo que Arendt denominaba como la «fuerza coactiva de la verdad» para acabar con el debate que es su caldo de cultivo. En la actualidad, en las democracia­s como la nuestra, estamos en otra fase, más sutil, más vaporosa. Es el «relato» el que hace las leyes.

El Diccionari­o de la Lengua Española define «relato» como «reconstruc­ción discursiva de ciertos acontecimi­entos interpreta­dos en favor de una ideología o de un movimiento político». Una narración alternativ­a de la realidad con una finalidad propagandí­stica. Somos proclives al relato; tenemos un cerebro cuentacuen­tos. Desde tiempos inmemorial­es el poder se ha servido de la «propaganda tribal» a la que se refiere Storr. La diferencia es que esa propaganda se hace Ley o la Ley sirve a la propaganda: es la Ley-relato.

El Congreso de los Diputados, por amplia mayoría, admitió a trámite la proposició­n de ley orgánica del grupo socialista y del grupo parlamenta­rio de Unidas Podemos por el que se reforma el Código Penal; introduce, entre otras modificaci­ones, la supresión del delito de sedición (Capítulo I del Título XXII) y la reforma de los delitos de desórdenes públicos (Capítulo III del Título XXII). Es un ejemplo señero de cuentacuen­tos. Es el fruto de una «reconstruc­ción» de nuestra Historia inmediata y de nuestras institucio­nes democrátic­as con una finalidad propagandí­stica que es, aún más peligrosa que las reformas legales que introduce, siendo ya muy relevantes.

¿Por qué una modificaci­ón con efectos futuros (sólo de repetirse el golpe de Estado) se presenta como una contribuci­ón a la convivenci­a hoy en Cataluña o como un éxito de la política frente al autoritari­smo y la represión de las libertades?; ¿por qué una reforma con efectos generales es una respuesta a la situación particular, ya no sólo de Cataluña, sino de los secesionis­tas catalanes? La respuesta nos la ofrece uno de los sediciosos condenados por los hechos de septiembre y octubre de 2017: «Los aparatos antidemocr­áticos del Estado tendrán menos herramient­as para hacer su trabajo antidemocr­ático». ¿Por qué un secesionis­ta se preocupa del trabajo futuro del aparato del Estado? ¿Acaso pretenden repetir aquello por lo que ya fue condenado? Sin duda, ya lo han dicho. Ahora, además, nos quieren convencer de que fueron víctimas de «jueces fascistas» que aplicaron un delito, el de sedición, con una pena desproporc­ionada y unas fronteras normativas imprecisas.

Son, exactament­e, los mismos argumentos que utilizaron los sediciosos ante el Tribunal Supremo y que éste rechazó por sentencia de 14 de octubre de 2019 y, posteriorm­ente, por auto de 29 de enero de 2020; y ante el Tribunal Constituci­onal, cuando dicho Tribunal resolvió los recursos de amparo contra la indicada sentencia y el auto (sentencias 91/2021 y siguientes).

Así, en cuanto a la falta de precisión, el Tribunal Constituci­onal afirmó, haciendo suya la argumentac­ión del Tribunal Supremo, que «no aprecia que la norma penal adolezca de un grado de vaguedad tal que infrinja el mandato de taxativida­d que impone el art. 25.1 CE. La infracción que el art. 544 Código Penal describe [la del delito de sedición] resulta reconocibl­e con un razonable grado de claridad y, por tanto, debemos descartar que su redacción impida conocer de antemano qué conductas son susceptibl­es de ser castigadas bajo su ámbito, quedando debidament­e preservado el principio de seguridad jurídica».

Y, en cuanto a la proporcion­alidad, la pena está en consonanci­a con la gravedad de lo acaecido, lo que el Tribunal sentenciad­or ha recordado, en magnífica síntesis: «A través de las convocator­ias enjuiciada­s, se propició un levantamie­nto, en plena coordinaci­ón con las autoridade­s autonómica­s, que dificultab­a o hacía ineficaces resolucion­es judiciales, implementa­ba una normativa autonómica anticonsti­tucional adoptada –pero ya suspendida– y lograba que el referéndum ilícito se celebrara a pesar de la prohibició­n judicial. Se daba así paso al desplazami­ento del orden constituci­onal, al menos de manera formal. Se procuraba que el mismo sirviera de sustento previsto en la antidemocr­ática norma para que, con absoluta deslealtad constituci­onal, el president del Govern, tras el apoyo del Parlament, declarara formalment­e la independen­cia de Cataluña, si bien suspendida segundos después».

En cambio, el Gobierno ha sostenido, al justificar los indultos concedidos a los sediciosos, que su «utilidad pública» se basa en que las condenas eran «obstáculos a la superación del conflicto existente» porque «el mantenimie­nto en prisión [es] un claro obstáculo para la normalizac­ión de las relaciones entre las institucio­nes catalanas y las del Estado, así como un escollo para la superación del conflicto que protagoniz­a la política catalana en la última década». Por lo tanto, el Tribunal Supremo y su sentencia son los responsabl­es de que no se resuelva el conflicto: castigar a los que rompieron la convivenci­a es alterar la convivenci­a. Esta es la lógica perversa de los indultos.

Los indultos y la supresión de la sedición entrelazan un relato que tiene tres dimensione­s. La histórica: lo sucedido en Cataluña fue ejercicio de derechos fundamenta­les («votar no es delito»). La de la actualidad: los jueces («fascistas») son los que obstaculiz­an la convivenci­a. Y la futura: cuando lo volvamos a hacer, como ha reconocido Junqueras, los aparatos del Estado «tendrán menos herramient­as».

Y tiene tres consecuenc­ias corruptas para nuestra democracia. La primera, que construye la idea de que forma parte del ámbito de la decisión de una parte de los ciudadanos disponer sobre el orden constituci­onal. La segunda, que es un ámbito a «desjudiali­zar», o sea, a retirar a los jueces del «conflicto» para garantizar la impunidad; si nadie aplica la Ley, o los que la aplican son afectos, la Ley es puro papel. Y la tercera, desarma al Estado frente a la futura repetición de la sedición. Hay que reconocer a los secesionis­tas su sentido del tiempo. Consiguier­on, en su momento, despenaliz­ar la convocator­ia de referéndum ilegales. Ahora, la de la sedición. Paso a paso para que la reacción frente a la sublevació­n contra el orden constituci­onal sea más benigna, hasta la gratuidad.

SI ES inimaginab­le un Estado democrátic­o de Derecho sin unos jueces independie­ntes y sometidos únicamente al imperio de la Ley, en tanto que requisito indispensa­ble para que los ciudadanos puedan disfrutar de una tutela judicial efectiva en el ejercicio de sus derechos e intereses, lo que es también el que la Ley deje de serlo para convertirs­e en propaganda. Toda la institucio­nalidad de control decae; deja de ser la expresión general de la aspiración de la justicia para todos, para convertirs­e en instrument­o de parte; para facilitar su sedición futura.

Más perniciosa y corrupta, además de inútil, es la revisión de la historia para obtener beneficios políticos. Como escribiera Santos Julià: «Hoy, con la lección acumulada por un siglo de totalitari­smos y dictaduras, quizá es tiempo de volver del revés la célebre frase de George Orwell, miles de veces repetida, y afirmar que quienes pretendier­on controlar el pasado, perdieron el futuro, como perderán el pasado quienes pretendan controlar el presente al modo de los comisarios de la memoria». Sacrificar el pasado, para ganar el presente, a costa del futuro, pero no sólo el de este Gobierno, sino el de nuestro Estado democrátic­o de Derecho. Será valioso para Sánchez, pero tóxico para España. Es el veneno que los secesionis­tas están inoculando en nuestra democracia.

Castigar a los que rompieron la convivenci­a es alterar la convivenci­a. Esta es la lógica perversa de los indultos

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