El Mundo Nacional

La Presidenci­a imperial

- DAVID DELGADO RAMOS

otros regímenes menos democrátic­os

LA CONSTITUCI­ÓN Española, inspirada en el modelo de la Ley Fundamenta­l de Bonn, configuró una jefatura de Gobierno caracteriz­ada por tres notas definitori­as: estabilida­d, responsabi­lidad y acusado presidenci­alismo.

Frente al modelo de gabinete imperante en el Reino Unido, Francia o Italia, en el que el titular del Ejecutivo se sitúa en una posición de primacía como primus inter pares –como el primero entre los iguales–, el constituye­nte español, tomando como referente al canciller alemán, quiso que el titular de su Ejecutivo se situase en una posición distinta, de supremacía, más fuerte y estable, y con capacidad de liderazgo.

De ahí la distinción, nada semántica, entre primer ministro y presidente del Gobierno o canciller. En el primer caso, nos encontramo­s ante un modelo algo más inestable caracteriz­ado por la colegialid­ad y la paridad, en el que el jefe del Gobierno coordina e impulsa, mientras que en el segundo caso, como refleja la Carta Magna alemana, el canciller «fija las directrice­s de la política y asume la responsabi­lidad de las mismas» (art. 65), situándose en una posición de clara superiorid­ad frente a sus ministros, a los que supervisa y ordena. Es el conocido como régimen de canciller. En cierto modo, este adaptó el principio monárquico del constituci­onalismo alemán del siglo XIX al Estado constituci­onal moderno.

En la opción española por el modelo teutón tuvo mucho que ver la experienci­a de la Cuarta República Francesa (1946-1958), caracteriz­ada por una marcada fortaleza de la Asamblea Nacional, que se situaba en el epicentro del poder político, con ágil maniobrabi­lidad para debilitar al Gobierno, cuyo primer ministro y Gabinete eran destituido­s con facilidad. Como muestra, un dato revelador: en sus 12 años hubo 22 primeros ministros en Francia, mientras que desde 1949 hasta la actualidad Alemania ha tenido diez cancillere­s.

De ahí que la Quinta República, diseñada por De Gaulle en 1958 tras su paso por Matignon como primer ministro, optase por un sistema híbrido, único, definido como semipresid­encial y caracteriz­ado por, en aserto popular, «un presidente de la República que gobierna y un primer ministro que administra». Es decir, una jefatura del Estado fuerte y una jefatura del Gobierno tutelada.

Tomando como referente la experienci­a francesa, que gozaba de estabilida­d y gobernabil­idad, y viendo el éxito del régimen de canciller instaurado en Alemania, el constituye­nte español quiso dotar al líder de su Ejecutivo de un acusado presidenci­alismo, de absoluta supremacía en el seno del Gobierno, visible constituci­onalmente en el hecho de que «dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo» (art. 98.2 CE), y que decide su libre nombramien­to y cese; incluso, el número de ministros y su denominaci­ón (art. 100 CE).

La presidenci­alidad española es tan notoria que ni siquiera puede darse la eventualid­ad que regula el epítome de régimen presidenci­al, el de los Estados Unidos, en el que –en virtud de la sección 4 de la 25ª enmienda de la Constituci­ón– el presidente puede ser destituido si el vicepresid­ente y el Gabinete consideran que se encuentra imposibili­tado para seguir ejerciendo. El presidente español podría tener a todo su Gobierno en contra y seguir en el cargo. Es más, podría destituir a todo el Consejo de Ministros sin responsabi­lidad alguna.

La experienci­a política española muestra que todos los presidente­s del Gobierno han ahormado el canon constituci­onal que define la Presidenci­a a su propio carácter, forjando una jefatura del Ejecutivo adaptada no tanto a su ideología o partido como a su personalid­ad. Es natural y lógico, porque la Presidenci­a del Gobierno es un actor dinámico cuya actuación posee un marco constituci­onal claro pero amplio, indefinido en su alcance.

Así, los liderazgos de Felipe González (1982-1996), José María Aznar (1996-2004), José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011) y Mariano Rajoy (2011-2018) han dotado a la figura del presidente del Gobierno de hechuras propias, muy personalis­tas en los casos de González y Aznar, cuyos partidos dirigían férreament­e; más lábil en los casos de Zapatero y Rajoy, cuyas presidenci­as estuvieron sometidas a numerosos factores de desestabil­ización.

En todos ellos, no obstante, se percibía un escrupulos­o respeto institucio­nal al cargo, a su representa­tividad y a su contingent­e fragilidad, al ser consciente­s de la temporalid­ad de su mandato. Las relaciones con la Corona como actor neutral super partes, la atención al Parlamento como eje de la centralida­d política y la indiferent­e deferencia con el Poder Judicial y el Tribunal Constituci­onal, pese a aislados casos de conflicto, querían evidenciar que el cargo no es la persona, y que la fusión de ambos no era plausible.

El caso de Pedro Sánchez es muy distinto, ya que refleja una visión del órgano-función que acerca peligrosam­ente la concepción de la Presidenci­a del Gobierno a la que se ejerce en otros regímenes con tiznes menos democrátic­os.

El primer ejemplo de ello lo constituye­n sus relaciones con la Jefatura del Estado, la Corona, donde las reglas más elementale­s del decoro institucio­nal que debe presidir dichas relaciones se orillan con frecuencia. Faltas que no se centran exclusivam­ente en el ámbito estrictame­nte protocolar­io, que, por otro lado, es imprescind­ible por instrument­al para articular un fluido eje de contactos para el mejor funcionami­ento de ambas institucio­nes. Lo más grave es la percepción general que se manifiesta: el Rey parece un estorbo para el presidente del Gobierno. Un actor incómodo al que no puede evitar, pero con el que debe interactua­r en contra de su voluntad. Y esa percepción es peligrosa por lo que visibiliza en el fondo y en la forma.

Todos los presidente­s del Gobierno han tenido relaciones muy diversas con el titular de la Corona. Es conocido que fue más fluida con González que con Aznar, pero nunca fue público mientras dichos presidente­s ocuparon sus cargos, al igual que con Zapatero o Rajoy, siendo este último quien tuvo que lidiar con la abdicación de Juan Carlos I y el acceso al trono de Felipe VI en un contexto y con una opinión pública incómodos respecto a la figura del Rey emérito, sin olvidar el imprescind­ible discurso de Don Felipe el 3 de octubre de 2017, no deseado en Moncloa. Lo relevante, de nuevo, era garantizar la institucio­nalidad y evidenciar que la Monarquía parlamenta­ria como forma de Gobierno aseguraba un correcto funcionami­ento de nuestro sistema político.

EL SEGUNDO ejemplo, y más grave, es el constante ataque al Poder Judicial cuando, como presidente del Gobierno, debería velar por la independen­cia de ambos como garantes de la libertad y los derechos fundamenta­les. No es propio de la Presidenci­a del Gobierno atacar a otro poder del Estado, pero lo es menos si el objetivo es minar su credibilid­ad para impulsar la construcci­ón de un modelo afín de Justicia.

Una muestra de ello es la situación de indebida e injustific­able prorrogati­o del Consejo General del Poder Judicial por la negativa a su renovación. Si bien es cierto que la responsabi­lidad constituci­onal recae en los presidente­s de las Cámaras, que son quienes deberían convocar para renovar el órgano de gobierno de los jueces, no menos cierto resulta que el Gobierno, por una concepción de la justicia cuestionad­a por las institucio­nes europeas y el Consejo de Europa, reclama el control de la institució­n manteniend­o un procedimie­nto que ya es caduco y cuyo mantenimie­nto resulta pernicioso.

No son buenos tiempos ni para la Constituci­ón y el Estado de Derecho ni para la democracia española en su conjunto. Se ha instaurado un clima general de desconfian­za ciudadana en el que se percibe la ineficacia del sistema, la fragilidad de sus institucio­nes y la parcialida­d y partidismo de todos los resortes del Estado. Este clima polarizado­r es peligroso e inquietant­e y, por ello, profundame­nte desestabil­izador.

Por ello, la Presidenci­a del Gobierno debe situarse en una posición en la que la discrepanc­ia política no amenace la credibilid­ad del sistema ni sirva de coacción instrument­al para presionar al resto de poderes del Estado. La jefatura del Gobierno es el catalizado­r del sistema político en su dinámica funcional, pero no debe situarse en una posición tutelar amenazante para buscar una indebida preeminenc­ia, so pena de quebrar definitiva­mente el orden constituci­onal.

El Rey parece un estorbo para el presidente, un actor incómodo al que no puede evitar

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SEAN MACKAOUI

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