La Presidencia imperial
otros regímenes menos democráticos
LA CONSTITUCIÓN Española, inspirada en el modelo de la Ley Fundamental de Bonn, configuró una jefatura de Gobierno caracterizada por tres notas definitorias: estabilidad, responsabilidad y acusado presidencialismo.
Frente al modelo de gabinete imperante en el Reino Unido, Francia o Italia, en el que el titular del Ejecutivo se sitúa en una posición de primacía como primus inter pares –como el primero entre los iguales–, el constituyente español, tomando como referente al canciller alemán, quiso que el titular de su Ejecutivo se situase en una posición distinta, de supremacía, más fuerte y estable, y con capacidad de liderazgo.
De ahí la distinción, nada semántica, entre primer ministro y presidente del Gobierno o canciller. En el primer caso, nos encontramos ante un modelo algo más inestable caracterizado por la colegialidad y la paridad, en el que el jefe del Gobierno coordina e impulsa, mientras que en el segundo caso, como refleja la Carta Magna alemana, el canciller «fija las directrices de la política y asume la responsabilidad de las mismas» (art. 65), situándose en una posición de clara superioridad frente a sus ministros, a los que supervisa y ordena. Es el conocido como régimen de canciller. En cierto modo, este adaptó el principio monárquico del constitucionalismo alemán del siglo XIX al Estado constitucional moderno.
En la opción española por el modelo teutón tuvo mucho que ver la experiencia de la Cuarta República Francesa (1946-1958), caracterizada por una marcada fortaleza de la Asamblea Nacional, que se situaba en el epicentro del poder político, con ágil maniobrabilidad para debilitar al Gobierno, cuyo primer ministro y Gabinete eran destituidos con facilidad. Como muestra, un dato revelador: en sus 12 años hubo 22 primeros ministros en Francia, mientras que desde 1949 hasta la actualidad Alemania ha tenido diez cancilleres.
De ahí que la Quinta República, diseñada por De Gaulle en 1958 tras su paso por Matignon como primer ministro, optase por un sistema híbrido, único, definido como semipresidencial y caracterizado por, en aserto popular, «un presidente de la República que gobierna y un primer ministro que administra». Es decir, una jefatura del Estado fuerte y una jefatura del Gobierno tutelada.
Tomando como referente la experiencia francesa, que gozaba de estabilidad y gobernabilidad, y viendo el éxito del régimen de canciller instaurado en Alemania, el constituyente español quiso dotar al líder de su Ejecutivo de un acusado presidencialismo, de absoluta supremacía en el seno del Gobierno, visible constitucionalmente en el hecho de que «dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo» (art. 98.2 CE), y que decide su libre nombramiento y cese; incluso, el número de ministros y su denominación (art. 100 CE).
La presidencialidad española es tan notoria que ni siquiera puede darse la eventualidad que regula el epítome de régimen presidencial, el de los Estados Unidos, en el que –en virtud de la sección 4 de la 25ª enmienda de la Constitución– el presidente puede ser destituido si el vicepresidente y el Gabinete consideran que se encuentra imposibilitado para seguir ejerciendo. El presidente español podría tener a todo su Gobierno en contra y seguir en el cargo. Es más, podría destituir a todo el Consejo de Ministros sin responsabilidad alguna.
La experiencia política española muestra que todos los presidentes del Gobierno han ahormado el canon constitucional que define la Presidencia a su propio carácter, forjando una jefatura del Ejecutivo adaptada no tanto a su ideología o partido como a su personalidad. Es natural y lógico, porque la Presidencia del Gobierno es un actor dinámico cuya actuación posee un marco constitucional claro pero amplio, indefinido en su alcance.
Así, los liderazgos de Felipe González (1982-1996), José María Aznar (1996-2004), José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011) y Mariano Rajoy (2011-2018) han dotado a la figura del presidente del Gobierno de hechuras propias, muy personalistas en los casos de González y Aznar, cuyos partidos dirigían férreamente; más lábil en los casos de Zapatero y Rajoy, cuyas presidencias estuvieron sometidas a numerosos factores de desestabilización.
En todos ellos, no obstante, se percibía un escrupuloso respeto institucional al cargo, a su representatividad y a su contingente fragilidad, al ser conscientes de la temporalidad de su mandato. Las relaciones con la Corona como actor neutral super partes, la atención al Parlamento como eje de la centralidad política y la indiferente deferencia con el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, pese a aislados casos de conflicto, querían evidenciar que el cargo no es la persona, y que la fusión de ambos no era plausible.
El caso de Pedro Sánchez es muy distinto, ya que refleja una visión del órgano-función que acerca peligrosamente la concepción de la Presidencia del Gobierno a la que se ejerce en otros regímenes con tiznes menos democráticos.
El primer ejemplo de ello lo constituyen sus relaciones con la Jefatura del Estado, la Corona, donde las reglas más elementales del decoro institucional que debe presidir dichas relaciones se orillan con frecuencia. Faltas que no se centran exclusivamente en el ámbito estrictamente protocolario, que, por otro lado, es imprescindible por instrumental para articular un fluido eje de contactos para el mejor funcionamiento de ambas instituciones. Lo más grave es la percepción general que se manifiesta: el Rey parece un estorbo para el presidente del Gobierno. Un actor incómodo al que no puede evitar, pero con el que debe interactuar en contra de su voluntad. Y esa percepción es peligrosa por lo que visibiliza en el fondo y en la forma.
Todos los presidentes del Gobierno han tenido relaciones muy diversas con el titular de la Corona. Es conocido que fue más fluida con González que con Aznar, pero nunca fue público mientras dichos presidentes ocuparon sus cargos, al igual que con Zapatero o Rajoy, siendo este último quien tuvo que lidiar con la abdicación de Juan Carlos I y el acceso al trono de Felipe VI en un contexto y con una opinión pública incómodos respecto a la figura del Rey emérito, sin olvidar el imprescindible discurso de Don Felipe el 3 de octubre de 2017, no deseado en Moncloa. Lo relevante, de nuevo, era garantizar la institucionalidad y evidenciar que la Monarquía parlamentaria como forma de Gobierno aseguraba un correcto funcionamiento de nuestro sistema político.
EL SEGUNDO ejemplo, y más grave, es el constante ataque al Poder Judicial cuando, como presidente del Gobierno, debería velar por la independencia de ambos como garantes de la libertad y los derechos fundamentales. No es propio de la Presidencia del Gobierno atacar a otro poder del Estado, pero lo es menos si el objetivo es minar su credibilidad para impulsar la construcción de un modelo afín de Justicia.
Una muestra de ello es la situación de indebida e injustificable prorrogatio del Consejo General del Poder Judicial por la negativa a su renovación. Si bien es cierto que la responsabilidad constitucional recae en los presidentes de las Cámaras, que son quienes deberían convocar para renovar el órgano de gobierno de los jueces, no menos cierto resulta que el Gobierno, por una concepción de la justicia cuestionada por las instituciones europeas y el Consejo de Europa, reclama el control de la institución manteniendo un procedimiento que ya es caduco y cuyo mantenimiento resulta pernicioso.
No son buenos tiempos ni para la Constitución y el Estado de Derecho ni para la democracia española en su conjunto. Se ha instaurado un clima general de desconfianza ciudadana en el que se percibe la ineficacia del sistema, la fragilidad de sus instituciones y la parcialidad y partidismo de todos los resortes del Estado. Este clima polarizador es peligroso e inquietante y, por ello, profundamente desestabilizador.
Por ello, la Presidencia del Gobierno debe situarse en una posición en la que la discrepancia política no amenace la credibilidad del sistema ni sirva de coacción instrumental para presionar al resto de poderes del Estado. La jefatura del Gobierno es el catalizador del sistema político en su dinámica funcional, pero no debe situarse en una posición tutelar amenazante para buscar una indebida preeminencia, so pena de quebrar definitivamente el orden constitucional.
El Rey parece un estorbo para el presidente, un actor incómodo al que no puede evitar