AUGE Y CAÍDA DEL INTELECTUAL ‘MADE IN FRANCE’
Francois Dosse. Uno de los mayores especialistas en historia de las ideas relata en ‘La saga de los intelectuales franceses, una imponente obra en dos volúmenes sobre los años en los que el pensamiento galo asombró al mundo
Jamás hubo una conferencia como aquella. El 29 de octubre de 1945, en el París recién liberado de la garra nazi, la celebración de una disertación sobre filosofía en el Club Maintenant desencadenó un impresionante tumulto. Los periódicos registraban al día siguiente «15 desmayos» y «30 asientos destrozados». También caricaturizaban la llegada del ponente a la sala rodeado de cuatro tiradores de élite que se abrían paso a hachazos entre la gigantesca y vociferante multitud. El propio JeanPaul Sartre confesaría más tarde que, al ver a toda aquella gente, se asustó y pensó que eran los comunistas reunidos para increparle. Pero eran admiradores. ¿El título de la exposición? El existencialismo es un humanismo.
Resulta paradójico, pero la Francia que despertó tras la Segunda Guerra Mundial con su imperio colonial en desintegración y su antaño poderío internacional amputado generó en contraposición la saga intelectual más poderosa del siglo XX. En los cinco continentes, las ideas de Sartre, Camus, Lévi-Strauss, Cioran, Foucault, Althusser, Deleuze o Derrida conquistaron las universidades, la producción editorial y el espacio público. Nunca se conocieron modas intelectuales como el citado existencialismo, el estructuralismo o la deconstrucción que aún irradian nuestro presente. ¿Cómo fue posible? La mejor respuesta la encontramos en una obra ciclópea y fascinante en dos volúmenes que por fin tiene versión en español: La saga de los intelectuales franceses (Akal), de François Dosse (París, 1950).
Dosse, profesor en el Intitut d’Etudes Politiques de París, es uno de los mayores especialistas mundiales en Historia Intelectual. Cuando nos encontramos con él en el Institut Français de Madrid, se muestra tan pedagógico como socarrón. Estamos ante una historia tan divertida como trágica que arranca con la esperanza de posguerra en dotar de un sentido a la historia y concluye con la caída del comunismo que nos deja un porvenir en migajas.
«Después de la guerra», explica Dosse, «Francia había perdido todo su poderío internacional y fue entonces cuando la intelectualidad francesa, representada por Sartre y el existencialismo conoce un éxito sin precedentes e igualmente mundial. Podemos explicar la paradoja por el estatus de los intelectuales en mi país. Francia es un país laico desde hace mucho tiempo y la religión desempeñaba un papel menor desde que comenzó la secularización en el siglo XIX. Los intelectuales van a ocupar la posición que deja el clero como difusores de un mensaje universal cuyo origen encontramos en la Revolución Francesa de 1789 y en su proclamación de los derechos
“El triunfo casi inevitable de la extrema derecha moderna en Francia es, en gran parte, responsabilidad de la izquierda”
del hombre y del ciudadano. Pero el momento en el que intelectual gana el centro de atención de la vida pública francesa es el affaire Dreyfus a finales del XIX. Es entonces cuando cristaliza la figura del intelectual como aquel que se levanta contra la injusticia y en favor de la verdad. Por último, en 1944-45, con el fin de la ocupación y nazi, los intelectuales asumieron la tarea de imaginar un mundo nuevo de emancipación y libertad».
El historiador francés es muy crítico con otros colegas como el británico Tony Judt, que en su monumental Postguerra acusaba a los intelectuales galos de hacerle el juego al estalinismo. No se trata, asegura Dosse, de defender el nefasto comunismo pero sí es necesario contextualizar porque la comprensión del pasado no implica su justificación sino entender por qué los intelectuales se equivocaron entonces y negaron lo real en favor de lo ideal. Para entender la tendencia dominante entre los intelectuales franceses en el 45 -46, debemos ser conscientes de la fuerza del Partido Comunista, con un papel principal en la Resistencia y que, al acabar la contienda, descollaba como el primer parido del país con un 28% de los votos. O el hecho de que la URSS fuera vista como el país que había combatido y vencido al nazismo sufriendo más que ningún otro.
En la primera gran batalla intelectual del primer libro, la que enfrenta a Sartre y Camus en los 40-50, es curioso como la posteridad acabó convirtiendo a los perdedores de entonces en los ganadores de hoy. Camus nunca se recuperó del todo del ataque de Sartre y llegó a confiarle a su amiga Jeanne: «¿Qué quieres que le haga? ¿Que vaya a romperle la jeta? ¡Es demasiado pequeño!». ¿Merecen su pedestal actual Camus como héroe de la libertad y Sartre como villano del totalitarismo?
«¡Yo no los describiría así! (ríe) Sartre fue compañero de viaje del partido comunista francés sólo durante un momento limitado de su vida, a partir de la guerra de Corea. Llegó a decir entonces que un anticomunista es un perro. Y es verdad cuando volvió de su viaje a la URSS en 1953 dijo que se trataba del país más democrático del mundo. Recordemos que en ese momento allí manda Beria, ¡el jefe de la policía! Pero hay que recordar también que el PCF consideraba que el existencialismo de Sartre era una ideología burguesa. Y en 1956, con la Revolución Húngara, Sartre rompe con el PCF. Recordemos además que el intelectual francés prestigioso que se expresó en mayo del 68 a favor de los estudiantes y obreros desde una aspiración libertaria fue él. No podemos decir sin más que Sartre defendió el totalitarismo y Camus la libertad. Es mucho más complejo».
No toda la izquierda ejerció, como el Picasso que retrató a Stalin –y que escandalizó a los propios comunistas– la genuflexión ante el tirano georgiano. Un pequeño y brillante grupo de pensadores como Cornelius Castoriadis y Claude Lefort desarrolló desde el principio una crítica profunda a la sociedad burocrática asfixiante que se extendía tras el Telón de acero. Y en 1956, cuando de forma increíble, los obreros húngaros se levantaron contra la dictadura comunista, las tesis de este pequeño grupo quedaron validadas. Más adelante, en 1968, con la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia, y aún más tarde, en los 70, con la publicación de Archipiélago Gulag, la crisis de fe respecto al comunismo ya es definitiva. «El paraíso resultó ser un enorme campo de concentración», recuerda Dosse.
Cuando los rescoldos del existencialismo empezaban a enfriarse, una nueva moda intelectual francesa ocupó rápidamente su lugar con un empuje descomunal. «El estructuralismo se convirtió en la gran esperanza que atravesó toda la sociedad. En los 60, cuando la selección de fútbol francesa tenía muy malos resultados y le preguntaron al entrenador qué pensaba
hacer, contestó que pensaba reorganizar el equipo ’de forma estructuralista’ (ríe) ¿De dónde vino este entusiasmo? Veamos, el descubrimiento extraordinario de la antropología de Lévi-Strauss fue un invariante, algo que podemos encontrar en absolutamente todas las civilizaciones en todas las épocas, la prohibición del incesto. Esto es, la existencia de una naturaleza humana común más allá de la cultura, que se observó por primera vez en el ámbito lingüístico. De pronto encontrábamos leyes universales más allá de las ciencias duras. Y Lacan postuló algo similar en el psicoanálisis. Aquella fue la Edad de Oro de las Ciencias Sociales».
Mayo de 1968 abrió la gran fractura y marca de hecho la línea divisoria entre los dos tomos de La saga de los intelectuales franceses. El viento de la historia se torna
“Los nuevos filósofos como BernardHenri Lévy tuvieron mucho éxito meditático diciendo cosas muy simplonas”
vendaval. Los obreros asaltan las fábricas, los profesores bajan de sus cátedras y los alumnos toman la palabra como en 1789 se tomó La Bastilla. Con todo, el logro fundamental de mayo del 68 es, sin embargo, la liberación de la mujer que arranca con toda su fuerza a partir de ese año, desde la reivindicación de los anticonceptivos a la interrupción voluntaria del embarazo.
Sorprende leer hoy la actitud moralista y machista que tenía del sexo gran parte de la izquierda de entonces que trató de «puta» a Simone de Beauvoir...
de qué izquierda. El partido comunista, sin duda. Hay que recordar que Francia perdió muchos jóvenes en las dos guerras mundiales. Se impuso por ello una política no tanto machista sino natalista que dio lugar al baby boom. Tanto desde la izquierda como la derecha llaman a tener más hijos y a ayudar a las familias que los tuvieran. Dicho esto, la ruptura desde el machismo, vendrá también de la izquierda con Beauvoir como figura principal. El segundo sexo marca un hito en la lucha por la liberación de la mujer: «Una no nace mujer sino que se convierte en ella». La derecha intelectual es muy crítica con todo esto.
Usted dice que los nuevos filósofos como BernardHenri Lévy de los 80 se equivocaron en todas sus predicciones. ¿Qué representan?
Lo que pasó con él o Glucksmann, ex maoístas, es que después del efecto Gulag o el genocidio de Camboya es que renuncian a esos principios. Y ahí tienen razón, pero su rechazo les conduce a una postura maniquea, como les acusa Deleuze, que dice que son huecos y no valen nada. Los nuevos filósofos tuvieron mucho éxito mediático y los vimos en todos los platós enterrando a sus iconos de juventud y diciendo cosas muy simplonas. El pensamiento comienza entonces, sin duda, a debilitarse.
Hoy, desde la derecha y la izquierda rojiparda se culpa al posmodernismo francés de ser un virus que infectó las universidades de EEUU y que originó la actual izquierda woke identitaria. ¿Mito o realidad?
Ese debate viene falseado desde el uso del término woke y lo del «virus francés» es un contrasentido. Es cierto que entre las temáticas del postestructuralismo hallamos la diferencia y la alteridad, la descolonización y la apertura al otro, pero no busca absolutizar la diferencia. Nadie pretende, por ejemplo, separar a la mujer del hombre sino repensar nuestras relaciones mutuas abriéndonos a los demás. Otra cosa es esa perniciosa deriva actual que defiende que solo los negros pueden hablar de los negros o las mujeres de las mujeres. Pero es curioso que quienes se llaman antiwoke no sean conscientes de su repliegue identitario.
¿Se atreve con una valoración de urgencia de los intelectuales franceses actuales en vísperas de una posible victoria de Le Pen?
La extrema derecha moderna tiene muchas posibilidades de llegar al ritmo que vamos. Es casi inevitable. Y la culpa es en gran parte de la izquierda. Si se halla en dificultades es por el tremendo vacío político en el que vivimos.
P. R.Depende P. R. P. R. P. R.
Andy Warhol, el excéntrico rey del arte pop, fue un coleccionista compulsivo. En su despacho hizo acopio de obras, objetos y obsequios a los que accedió a través de subastas, mercadillos y viajes. Cuando vieron en The Factory, el estudio de arte que fundó en Nueva York, que el repertorio de bártulos era asfixiante, decidieron comprar cajas de cartón. Todo lo que el artista iba recopilando se empaquetaba cada 15 días. Las más de 600 cajas que reunió, sus cápsulas del tiempo, están almacenadas en el Museo de Andy Warhol de Pittsburgh (Estados Unidos). Ahora los recuerdos de su visita a Madrid en 1983 regresan a la capital y se expondrán hasta el 21 de julio en el Museo Lázaro Galdiano.
La muestra Warhol-Vijande. Cita en Madrid, presentada ayer por Alaska, Christopher Makos y Rodrigo Nava-Osorio Vijande, rememora aquella visita del artista estadounidense en plena Movida madrileña y rinde homenaje a su relación con Fernando Vijande, para cuya galería de arte creó ad hoc la exposición Pistolas, cuchillos y cruces.
La inauguración de aquella muestra en 1983 superó con creces toda expectativa: «Cobraron a 100 pesetas la entrada; sólo imprimieron 2.000 y no pensaron que fueran a venderlas todas. Acabaron vendiendo 12.000», recordó Nava-Osorio, hijo del galerista. Pero Alaska precisó que aquel «no era un momento en el que a Warhol se le tuviera en cuenta». Por entonces, pesaba más la producción de los años 50, el arte abstracto; Warhol era una obra de arte en sí mismo: «No tenía miedo de la mercadotecnia, ni de vender su obra o su personaje», expresó la cantante.
Los archivos de aquella época inevitablemente contagiarán a quien no la vivió de cierta nostalgia de lo desconocido y ofrecerán una visión particular de aquella cita. «La visita no se ha contado bien», advirtió Alaska. «Los medios de entonces lo consideraron una payasada de acólitos ante un ídolo vacío. Destacaron la fiesta en casa de los March: que si estaba Pitita, que si estaba Ana Obregón… Para los que estábamos dentro de ese mundo tan underground fue como si nos viniera a ver Dios», añadió.
Vijande fue un rupturista, la avanzadilla del movimiento social más importante de la capital de los años 80. Vivió gran parte de la década anterior a caballo entre Nueva York y Madrid, ligando el arte de la Gran Manzana a una embrionaria escena creativa en Madrid. En 1981 inauguró la galería Fernando Vijande: «Por fuera era un garaje sucio, subterráneo», explicó Nava-Osorio. Por dentro, un espejismo: «Un espacio blanco, gigante, con aire de loft neoyorquino. Era lo más underground en aquel momento». Uno de esos sitios a los que solo se llega si uno sabe a dónde va.
El galerista cultivó una relación con Warhol comprando algunas de sus obras para la colección Suñol Soler. Entre ellas, adquirió en 1976 una pintura de Mao que forma parte de una serigrafía de 10 piezas y que el público puede ver por primera vez. A pesar de la fiebre anticomunista que padeció su país, Warhol «quiso convertirlo en una superestrella, en un producto banal y transversal con aspecto de celebrity. Eso es algo muy pop». Y muy Warhol.
Todo se tradujo en el encargo de una exposición ex profeso para la galería Fernando Vijande. De cara a su inauguración, el artista invitó a Vijande a Nueva York para pintar su retrato: ahora expuesto bajo las molduras ornamentales y barrocas del museo a la orilla de la calle Serrano. La exposición del Lázaro Galdiano tiene todo lo que tuvo el Madrid de la Movida: la energía que confluye entre lo clásico y la vanguardia. La combinación de las obras que atesoraron ambos coleccionistas, Suñol Soler y Lázaro Galdiano, son dos maneras de entender el arte que no tienen nada que ver. La escena es fluctuante, pero también recogedora. La tercera parte de la exposición acoge la serie fotográfica Altered Images (Imágenes Alteradas) de Christopher Makos, aprendiz de Man Ray, que retrató a Warhol como una mujer. «Me arrepiento de no haberlo vestido como tal. Es una serie muy contemporánea, eso hubiera encajado», dijo Makos. El fotógrafo acompañó a Warhol en su visita a Madrid, cuando la ciudad era una fiesta descontrolada y una fábrica de «arte con esteroides», zanjó.