Gastarse 120 millones por un sueño
BILLY WILDER, como tantos otros grandes del Hollywood clásico, se tuvo que enfrentar a un problema inquietante: la longevidad. Su última película es de 1981. Está claro que Aquí, un amigo no es lo mejor de su filmografía, puede que incluso no sea una buena película, pero no hay duda de que es mucho mejor que la mayoría de las películas. Wilder tenía 75 años cuando la rodó, un chaval al lado de Biden y Trump y sin botón nuclear. Por sus declaraciones posteriores Wilder dejó claro que tenía más proyectos y una gran energía intelectual y física para afrontarlos –vivió hasta los 96–, si bien ninguna compañía de seguros se mostró dispuesta a hacerle una póliza para afrontar un nuevo rodaje por miedo a que enfermara o se muriera. Su carrera acabó por defunción burocrática.
Por eso me emociona que Francis Ford Coppola haya culminado el sueño de su vida: Megalópolis. Estrenada en Cannes hace pocos días, la película ha sido destrozada por la crítica. Un testamento loquísimo y triste, según quienes la han visto, de alguien que es uno de los mejores directores del siglo XX. Megalópolis puede ser un truño, muchos críticos defensores de su obra lo reconocen, pero un truño de alguien que antes de cumplir los 40 dirigió cuatro obras maestras de forma consecutiva (los dos primeros Padrinos, La conversación y Apocalypse Now). Muchos piensan que para rodar un disparate lo mejor era quedarse en casa y defender su legado con el silencio.
Mi padre me advirtió que tenía que exprimir al máximo los años de juventud y madurez, porque luego a lo que se llama vejez, que recibe la difusa denominación pop de experiencia, se le otorgan unos poderes relacionados con la sabiduría que en realidad no existen. Que a los 30 tienes más energía y creatividad que a los 80, te vendan lo que vendan.
Esto puede ser verdad, pero a mí lo que me impresiona de Coppola es que cumplidos los 85 se atreva a hipotecar su fortuna y propiedades –ningún estudio quiso asumir la producción de Megalópolis– para despedirse con un sueño perseguido desde hace cuatro décadas. Se ha subido al cadalso voluntariamente para hacernos ver que a determinada edad uno lo que tiene que ser es contraintuitivo. ¿Por qué no hacer lo que no te dejaron hacer durante tu plenitud? ¿De verdad el coste es tan alto?
Cuando apenas tenía 20 años tuve que ser hospitalizado por un problema de salud. Al regresar a casa estaba hecho polvo y un amigo me dejó la trilogía de El Padrino en VHS para combatir el aburrimiento del postoperatorio. Las vi en un día. Incluso compré una colección de este periódico que ofrecía las tres películas montadas por orden cronológico. Las volví a ver seguidas. Nunca una convalecencia ha sido tan fabulosa. Thomas Mann no tuvo El Padrino. Catorce horas con los Corleone es un placer que uno ya no se puede permitir.
Megalópolis, como la última aventura de Víctor Erice (Cerrar los ojos), puede que sea una película de un genio octogenario que ya ha contado lo que tenía que contar. Sólo por desafiar a la industria del seguro merece el mayor de los respetos. Pienso ir a verla. Si me parece malísima brindaré por Coppola y los 120 millones de su bolsillo gastados en hacerla. No hay nada más cateto que el dinero.