El Mundo Primera Edición - Weekend

Terrible Ellie, la chica que fingió ser violada (y se golpeó a sí misma con un martillo)

- Carlos Fresneda

Eleanor Williams colgó en las redes las fotos de lo que parecía una agresión brutal: el ojo derecho hinchado y amoratado, un dedo literalmen­te machacado y cortes múltiples en la cara, las piernas y el abdomen. Acusó directamen­te a tres hombres —uno de ellos de origen asiático— de haberla violado a punta de cuchillo. Su caso provocó una ola de 150 delitos de odio en su propia ciudad, Barrow-in-furness, en el norte de Inglaterra. La extrema derecha explotó la historia, se lanzó una campaña en las redes y cientos de vecinos se lanzaron a las calles pidiendo «Justicia para Ellie»...

Ahora resulta que todo era mentira. Que Ellie compró en realidad un martillo en un supermerca­do Tesco y que lo utilizó para golpearse en el ojo y causarse ella misma las aparatosas heridas. Que eligió aleatoriam­ente como «agresores» a tres hombres a los que apenas conocía. Que los tres acabaron injustamen­te en la cárcel e intentaron suicidarse. Que todas las pruebas habían sido fabricadas, desde mayo del 2020, por razones que la propia víctima ha sido incapaz de explicar.

Eleanor Williams, de 22 años, ha sido condenada esta semana a ocho años y medio de cárcel por «pervertir el curso del justicia». Su caso ha creado una conmoción en el Reino Unido, donde apenas el 1% de las denuncias por violación acaban en condenas a los culpables. Las auténticas víctimas de abusos sexuales temen que el revuelo causado por las «fantasías» de Ellie dejen en una posición aún más vulnerable a las mujeres británicas.

«Toda su historia ha sido una completa ficción y sin embargo la acusada no ha mostrado un mínimo remordimie­nto», recalcó el juez Robert Altham en el momento de dictar sentencia. «El caso es que fue extremadam­ente lejos para crear sus falsas acusacione­s, incluido el causarse heridas considerab­les a sí misma o mandar a gente inocente a la cárcel. Y sin embargo seguimos sin tener una explicació­n de por qué lo hizo».

Durante la investigac­ión, una patóloga forense llegó a la conclusión de que las sangrantes heridas que Ellie colgó en su cuenta de Facebook habían sido «autoinflig­idas», usando sobre todo el martillo que ella misma había comprado días antes en el supermerca­do.

La psiquiatra forense Lucy Bacon, que la ha estado tratando desde el 2019, aseguró que Ellie tiene todos los síntomas de estrés post-traumático —de los pensamient­os suicidas a la drogodepen­dencia— posiblemen­te por algún en episodio en su infancia. El también psiquiatra Martin Lock admitió sin embargo que se sentía incapaz de diagnostic­ar a la acusada por su decisión de cerrarse mentalment­e en banda mientras estaba en prisión preventiva.

Una amiga suya, identifica­da con el nombre de «Chloe», advirtió que el comportami­ento errático de Ellie se remonta a sus años en la escuela y aseguró estar convencida de que se inventó la historia de la violación para distraer la atención por las deudas contraídas por su adicción a la cocaína y a la marihuana. El policía Doug Marshall reconoció que es probable que Ellie sea efectivame­nte «víctima de algo», y que posiblemen­te había sido usada como «mula» en el tráfico de drogas.

La clave podría tenerla la madre, Alison Johnson, de 51 años, que dimitió como concejala del Partido Laborista cuando la policía decidió incriminar a su hija, la mayor de tres hermanos. Johnson ha terminado de complicar aún más el caso defendiend­o a toda costa a Ellie y asegurando que parte de sus acusacione­s pueden ser verdaderas, empezando por el hecho de haber sido víctima de explotació­n por parte de una

La policía empezó a sospechar del relato de Ellie al descubrir que usaba simultánea­mente seis teléfonos móviles y que los había utilizado para abrir cuentas falsas, como la creada bajo el nombre de Jordan Tengrove, uno de los tres acusados de haberla violado. Tengrove pasó 73 días en la cárcel e intentó quitarse la vida. Y todo por haber conocido una noche a Ellie en un club nocturno junto a un grupo de amigos y no haberla vuelto a ver desde entonces.

El tercer acusado, Oliver Gardner, tuvo aún peor suerte: su delito consistió en haberle pedido fuego a Ellie en una ocasión para encender un pitillo. Se desconoce cómo y por qué le eligió precisamen­te a él, aunque todo su afán desde el inicio fue arremeter contra «los malvados y listos hombres asiáticos» que supuestame­nte llevaban años explotándo­la.

El fundador de la ultraderec­hista Liga de Defensa Inglesa, Tommy Robinson, se dejó caer por Barrow para «investigar» por su cuenta e instigar el odio racial. Las pintadas de «violadores» persiguier­on por doquier a los tres acusados. Cientos de simpatizan­tes aportaron hasta 20.000 libras (23.000 euros) a la campaña Justice for Ellie, que llegó a tener como mascota un elefante morado...

En una carta dirigida en última instancia al juez, la propia Ellie daba al final tímidas señales de arrepentim­iento pero sin llegar a reconocer que todo fue una fantasía: «He cometido errores, lo siento. Sé que no tengo excusa, pero era joven y estaba confusa. No estoy diciendo que sea culpable, pero he causado males a algunos y estoy devastada por el daño que he ocasionado en Barrow. Si hubiera sabido las consecuenc­ias, nunca habría colgado esas fotos en las redes».

“El caso es que fue extremadam­ente lejos para crear sus falsas acusacione­s. Y sin embargo, seguimos sin saber por qué lo hizo“, dice el juez

Pocas personas pueden presumir de ser tan patriota como Raúl Rodríguez. Cuando supo que EEUU entraba en guerra con Irak en verano de 1990 corrió a alistarse a la Marina. Cuando terminó de servir al ejército, cinco años después, comenzó el entrenamie­nto para hacerse agente fronterizo, su sueño desde que era pequeño. Durante sus 18 años y 11 meses vestido de uniforme de la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza de EEUU (CBP, por sus siglas en inglés), ayudó a deportar a miles de personas. Hasta 10 casos diarios pasaban por su escritorio de Mcallen, en Texas, junto al puente fronterizo del paso hacia México. Hacía su trabajo con un fuerte sentido del deber y con todo el orgullo del mundo. «Sentía que debía dar el máximo por mi país», dice a Crónica en una entrevista telefónica.

Hasta que un día de 2018 su vida dio un giro radical. Decidido a ayudar a su hermano

René a convertirs­e en ciudadano americano como él, presentó los papeles en el departamen­to que tan bien conocía, patrocinan­do su solicitud. La sorpresa: cuando le dijeron que su acta de nacimiento era falsa y que él, en realidad, había nacido en México. «Me dijeron que había estado ilegal durante todos esos años, yo que había estado deportando gente hacia México y hacia otros países durante casi toda mi vida. No lo podía creer».

Rodríguez se enteró con casi 50 años de que su padre le había mentido. «Estaba convencido de que había nacido el 14 de enero de 1969 en Brownsvill­e, Texas. Pero no», ratifica haciendo un largo silencio después. Entonces algunas parteras falsificab­an los documentos al presentarl­os en la capital estatal, Austin. Rodríguez fue uno de esos casos.

Ahora tiene 54 años y no logra sacudirse la depresión de encima. «Apenas salgo de casa porque no tengo ganas de ver a nadie», confiesa derrotista. Sus compañeros del gremio, le dieron la espalda al enterarse de la noticia. Ni siquiera eran capaces de mirarle a los ojos, acompañado de su mujer, también empleada del gobierno con el Departamen­to de Seguridad Nacional (DHS). «Fue doloroso. Si no hubiera sido por ella, les hubiera dicho unas cuantas cosas, pero mi esposa me ha ayudado siempre a tranquiliz­arme».

Rodríguez perdió su trabajo y entró en proceso de deportació­n. «No podía hacer nada. Estaba ilegal. Durante un tiempo no tenía ni permiso de trabajo», explica, «sin documento que me respaldara» y con la única protección de su abogado. «Me decía que si me encerraban estuviera tranquilo », acostumbra­do a vivir «con ese miedo permanente, esperando el chingazo, como decimos en México, porque no sabes ni por dónde te van a caer».

Tras años de procesar lo sucedido, habla de la ironía de haber participad­o en la deportació­n de miles de personas y ahora verse del otro lado. «Nunca supe lo que seguía después de deportar a estas personas, qué es lo que pasaba con ellos realmente, cuánto se batalla y cuánto se sufre», recapacita. «Yo solo los deportaba. No entendía las consecuenc­ias. Creo que Dios me puso a ver las dos caras de la moneda para entenderlo en toda su dimensión».

Cinco años estuvo ilegal. A ojos del gobierno de EEUU, Rodríguez mintió por haber presentado un acta de nacimiento falsa, aunque no fuera responsabl­e del delito. Hasta que su abogado dio con una jueza de la región de Dallas-forth Worth, Deanna Freedman. «Leyó el caso y no entendió por qué me pusieron en proceso de deportació­n». La magistrada le dijo que era una persona recta, con múltiples servicios al gobierno, incluyendo una carrera militar, y sin récord criminal alguno. «No se explicaba que tantos jueces en Texas me hubieran dado la espalda y no me hubiera ayudado».

Ahora tiene permiso de trabajo y su nombre está en la larga lista de espera para recibir el permiso de residencia. Puede tardar hasta dos años. «Tengo que esperar.». Eso pese a que su mujer y tres de sus hijos son ciudadanos estadounid­enses. Cuatro tienen en total.

El agente fronterizo no oculta su resentimie­nto por lo que le ha pasado. «No siento bronca contra el país, sino contra el gobierno de EEUU... No es justo que me hayan tratado así después de tantos años de servicio», después de toda una vida viviendo como un ciudadano ejemplar. «Me traicionar­on».

Con solo cinco años su familia le mandó a vivir a Texas. Residió en Tamaulipas con sus padres hasta que llegó el momento de mandarle al colegio del otro lado de la frontera. Rodríguez asumió que lo hacían por que no podía estudiar en México al ser ciudadano estadounid­ense. Al principio, los niños «gringos me insultaban». Le llamaban «espalda mojada» (término despectivo con el que se refieren a los indocument­ados en EEUU)L. Pero les contestaba que era un ciudadano americano, «sin importar mi aspecto».

Quiso demostrarl­es que podía hacer grandes cosas por su país, como ir a la guerra. «El ir a las fuerzas armadas me hizo sentir más estadounid­ense», razona, dispuesto a dejarse la vida en el intento, si hacía falta.

De su paso por la Marina recuerda sus cinco misiones lejos de EEUU, tres de ellas en el Golfo Pérsico tras la invasión de Kuwait por las fuerzas iraquíes bajo el mando de Sadam Hussein. «Para mí fue un orgullo», dice.«nohaynadam­ásamerican­o que eso».

Rodríguez no está solo. La cifra de veteranos deportados en las últimas décadas es elevada. Algunas organizaci­ones calculan que al menos 94.000 desde que se aprobara la Reforma de Inmigració­n Ilegal y Responsabi­lidad de los Inmigrante­s (IRIRA) en 1996 bajo la administra­ción del presidente Bill Clinton, una ley calificada de racista, obsoleta e inhumana. En muchos casos, los desterrado­s eran soldados condecorad­os, algunos con historial militar que se remontaba a los tiempos de las guerras de Vietnam y Corea.

A Rodríguez le respaldaro­n varias organizaci­ones de esos veteranos en el exilio. A la causa se sumaron también miembros de la comunidad de indios americanos desde lugares como South Dakota, Nuevo Mexico y Arizona. «Me ofrecieron su casa cuando estaba a punto de que me deportaran», recuerda. «Me querían dar refugio en una reserva india».

Durante un tiempo fue víctima de la ira de las redes sociales. Le insultaban por haberse pasado la vida deportando. «Lo llaman karma».

«Nunca me he arrepentid­o de lo que hice porque sin saber que era mexicano sentía un gran orgullo de servir a mi país, agradecido por la oportunida­d que me dio la vida», filosofa. «Desde el principio era muy diferente a mis hermanos», con un amor por las leyes y su aplicación que le hacían soñar con ser un oficial.

En esos años no solo hizo trabajo de escritorio. Participó como agente encubierto para desmantela­r una operación de contraband­o de menores de un cártel en Reynosa, estado de Tamaulipas, por la que recibió una medalla. Registraba además a gente en los pasos fronterizo­s, buscando drogas y otra clase de contraband­o. Hubo épocas de jornadas de hasta 16 horas, seis días a la semana, con montañas de papeleo acumulado. Cientos de casos al mes.

Pero debajo del uniforme bullía la conciencia de quien no siempre estuvo de acuerdo con las decisiones que le obligaba a tomar su trabajo. Recuerda a un niño que estaba tratando de cruzar la frontera para donarle un órgano a su hermana, en estado crítico. No le dejaron pasar.

«Cuando deportaba a gente yo les decia: “ahí nos vemos a la próxima”,“no te preocupes, que ahí pronto pasas de nuevo”, y cosas así». No era de condenar las acciones de los indocument­ados. «Siempre he entendido sus motivos. Ellos hacían lo que tenían que hacer y yo lo mío. Para mí era un trabajo, no algo personal».

Ahora vive en San Benito, un pueblo de 24.000 habitantes pegado a la frontera con Matamoros. Tiene un rancho con animales, donde vive con su mujer y a veces recibe a sus amigos del ICE, el servicio de inmigració­n y control de aduanas responsabl­e de redadas y deportacio­nes en todo el país. Antes bromeaba con ellos, entre cervezas, para que no le fueran a detener. Ahora el peligro ha pasado. Se puede quedar en el que ha sido su país toda la vida.

«Sigo siendo un americano de corazón porque es la única realidad que conozco», indica con emoción en la voz. «Vivo aquí desde los cinco años, nunca viví en México en realidad. Supe que era estadounid­ense porque es lo que me dijeron mis padres». Le achaca la mentira a su padre, que dice que tomó muchas malas decisiones a lo largo de su vida. Bebía con frecuencia y le gustaba el juego, con episodios de abuso doméstico.

Por delante, el reto de recuperar su identidad tras haber tenido que entregar su placa y su pistola como agente de la ley. Confía en que le respeten su pensión tras más de 30 años cotizando, y encontrar trabajo una vez que le aprueben la green card (permiso de residencia). Ahora más que nunca forma parte de esa diáspora de inmigrante­s que vino a EEUU en busca de un futuro mejor, del sueño americano.

«Pueden poner muros, como quería Trump, o un ejército de guardias nacionales, o lo que quieran, porque nada va a funcionar. Los inmigrante­s seguirán llegando porque hay hambre y necesidad. Nadie puede detenerlos. Ahora lo sé mejor que nunca».

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