El Mundo Primera Edición - Weekend
Xi y la unión de la Unión
«Cuando China despierte… el mundo temblará». Esta frase atribuida a Napoleón condensa un sentimiento muy generalizado en Europa tras la recién concluida gira del Presidente Xi. El Imperio del Medio llevaba más de diez lustros despertando y proyectando un relato de emergencia tranquila, que hoy carece de virtualidad en el panorama POS-COVID; en nuestro territorio transido de incertidumbre de futuro por la invasión rusa de Ucrania. El agorero anuncio decimonónico es, asimismo, el título de un libro que cayó en mis manos allá a principios de los 70, memorable porque fijó un interés personal de por vida. Su autor, Alain Peyrefitte, fue enviado a Pekín por De Gaulle para desbrozar negociaciones, con una misión clara: «[...] la política de cordón sanitario defendida por Gran Bretaña contra China es peligrosa. Que [Francia establezca relaciones] dando ejemplo al mundo». Así, comenzó la apertura de Occidente hacia el régimen de Mao en 1964. Su sucesor a la cabeza del Partido Comunista (PCC) celebraba 60 años de la efemérides eligiendo París como inicio de su periplo continental.
Todo el itinerario fue cuidadosamente diseñado en la más acendrada tradición de una cultura que valora sobremanera los símbolos y las formas. Con un objetivo que rezuma provocación y siembra discordia. Desde Francia, Xi Jinping zarpó con destino a Serbia. Su llegada coincidió con el 25 aniversario del bombardeo de la Embajada china en Belgrado por la OTAN durante la Guerra de Kosovo. Atizar las brasas de la percepción antioccidental que originó, impregnó su discurso. Culminó el tour en Hungría, marcando –formalmente– tres cuartos de siglo de vínculos con el país; pavoneando, en realidad, el caballo de Troya que el Imperio ha introducido en la Unión Europea.
Xi explota las divisiones y debilidades de una visión de mercado interior centrada en abaratar a cualquier precio (valga el juego de palabras) la oferta al consumidor, que nos ha conducido a dependencias absolutas en tecnologías vitales y estratégicas. Del programa Made in China 2025 (lanzado en 2015) a la política de «doble circulación» presentada en el 14º plan quinquenal (que ocupó Equipaje de mano el 19 de diciembre de 2020), pasando por las subvenciones masivas y ventas a pérdida, la estrategia geopolítica e industrial de Pekín ha acarreado el encogimiento – la práctica anulación por sectores– de la capacidad productiva de la UE. Por encima, está el propósito de separar las orillas del Atlántico. De aislar a Estados Unidos en su obsesiva rivalidad. En este contexto, las veleidades macronitas de distanciamiento frente a Washington –por muy relativo y retórico que sea– resultan música celestial para los dirigentes del PCC. La Unión no tendría que elegir entre Washington y Pekín; en palabras del presidente francés: «Prefiero escoger los términos en mi relación con EEUU y con China, en lugar de que me la imponga una de las dos partes, ya sea empujándome en una dirección o arrastrándome hacia otra».
Los dos anfitriones siguientes son poco remilgados en vasallaje y adulación: hace unos meses, Aleksandar Vucic afirmó rotundamente que el PCC es libre de decidir «qué, cuándo y cómo» va a reunificarse con Taiwán, «punto» (es importante recordar que Serbia lleva más de una década esperando en la cola de la adhesión UE). Mientras, dentro del bloque comunitario, Viktor Orbán obstaculiza sistemáticamente en Bruselas las tomas de posición críticas con su exhibido «mejor amigo»; cuestiona, en particular, el argumento de «sobrecapacidad china», ejemplificado actualmente en los vehículos eléctricos. Ambos países son foco del cuerno de la abundancia esgrimido por Xi: participan en la macroiniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés), y han recibido inversiones cuantiosas, incluida la conexión ferroviaria de alta velocidad entre Belgrado y Budapest –parte del plan de unir el puerto griego de Pireo (que ya controla Pekín) con el centro y este de Europa–. Los recientes intercambios habidos al máximo nivel han cristalizado en aparatosos compromisos: «una multitud de acuerdos y un enlace reforzado de amistad» con Serbia (según la máquina propagandística oficial); con Hungría, 16 nuevos acuerdos de cooperación –desde el sector automovilístico eléctrico, hasta el nuclear–, así como 16 mil millones en financiación.
El mundo era muy diferente la última vez que Xi vino a la UE. De aquella visita, destaca una ostentosa celebración de la incorporación de Italia en la Franja y la Ruta. En 2019, el COVID –con sus consecuencias en las cadenas de valor– no había asolado nuestro territorio. Rusia no había perpetrado la invasión total de Ucrania y Pekín no le había dado su apoyo al agresor; apoyo imposible de asumir por el peligro existencial que nos abruma. La población china parecía ganar en confianza; su economía también: llevaba una década con un crecimiento del PIB sólido y las previsiones estimaban superar al rival máximo (EEUU) en los próximos años. El líder supremo había ya permutado el pragmatismo inaugurado bajo Deng Xiaoping por un enfoque ideológico, de confrontación, traducido en la diplomacia de «Guerrero Lobo». Bruselas aún acogía –sin reservas– la tecnología del gigante asiático crucial para el Green Deal, despreocupada de la letal subordinación en marcha.
Pero mucho ha cambiado desde entonces. Notablemente, Xi ha procedido a dosificar su discurso agresivo, utilizando –de entrada– la seducción. La globalización se está militarizando y la dinámica de la violencia se acelera en Ucrania, Oriente Medio y el Mar de China. La «amistad sin límites» de Pekín con Moscú caracteriza la guerra librada contra Kyiv y se acumulan indicios del respaldo material al Kremlin. En diciembre, Roma publicó su retirada de la BRI. La UE ha empezado a «despertar», a reconocer la importancia de diversificar proveedores y proteger sus mercados. Crece la presión ante el empeoramiento de las condiciones que abruman a empresas e inversores en tierras Han. Aumenta el enorme desequilibrio de la balanza comercial –que es el mayor, en términos globales, de la historia–, lo cual es económicamente y políticamente insostenible. Los casos incoados por la Comisión Europea sobre subvenciones de coches eléctricos, turbinas eólicas o paneles solares, son escaramuzas pioneras.
Relevante, igualmente, es la proliferación de nuestras divisiones internas en
Con su viaje, Xi se encargó de dejar al aire nuestras divisiones internas
los últimos cinco años. Con su viaje, Xi se encargó de dejarlas al aire. Se multiplican las divergencias entre Estados miembro: en 2022, Lituania abrió una oficina de representación en Taipei (suscitando la previsible reacción por parte del PCC); en paralelo, y más allá de capitales abiertamente sinofavorables, Berlín se desvive en salvaguardar al que es hoy su principal socio comercial –ha pasado de representar el 5% a principios de siglo, a rondar el 20% en 2023–. Y sobresalen las fisuras en las instituciones europeas: mientras Ursula von der Leyen se acerca al planteamiento estadounidense de «contener» a Pekín, Charles Michel se muestra reticente a cualquier actuación que pueda poner en riesgo el nexo sino-europeo. Aparecen, pues, dos opciones que hoy resultan mutuamente excluyentes: el fortalecimiento de los lazos transatlánticos, primando la seguridad; o el señuelo económico del régimen comunista. La primera inspiró el desplazamiento de Xi, su parada en tres países que –de una forma u otra– han cuestionado la idea de seguir al aliado americano. Su fin último incluye alcanzar la segunda.
En este sentido, fue alentadora la participación de la presidenta de la Comisión en la reunión entre Macron y Xi esta semana;
un símbolo de cohesión. Su declaración tras el encuentro, más todavía: «La relación Ue-china es una relación compleja. La abordamos con una perspectiva clara, constructiva y responsable. [...] Europa no flaqueará en tomar decisiones difíciles necesarias para proteger su economía y su seguridad». Así, frente a la dependencia de Pekín, y su contrapunto de compromiso atlántico carente de criticidad, se perfila una tercera opción, que debería erigirse en meta compartida: una Comunidad que hable con una sola voz en el concierto mundial; que tenga claros sus intereses, las amenazas y desafíos a los que se enfrenta.
Una auténtica unión de la Unión.
Debemos ser una Comunidad con una sola voz; que tenga claros sus intereses