El Mundo Primera Edición - Weekend

Al cruzar una calle, al casarse o al votar

- EL JORNAL ARCADI ESPADA

(Sentir) Acabé de leer Decidido (Capitán Swing) –Determined, en la versión original–. Robert Sapolsky, profesor de Ciencias Biológicas y Neurología en Stanford, ha escrito la summa más interesant­e y completa que yo conozca sobre este ligero problema técnico y moral de la libertad. Una dominante palabra contemporá­nea atraviesa su punto de partida y de llegada: sentir. Las personas sienten que toman decisiones, que eligen y que, por supuesto derivado, podrían haber tomado una decisión distinta de la que tomaron. Al cruzar una calle, al casarse o al votar. «Hacemos algo, tenemos un comportami­ento, y sentimos que hemos elegido, que hay un yo dentro separado de todas esas neuronas, que la voluntad mora allí», escribe. Sapolsky suele presentars­e a sí mismo como un hombre paciente, tolerante, alérgico a la discusión. Explicaba en alguna entrevista que le había costado mucho escribir un libro sobre este asunto, capaz de provocar los más intensos enconos. Es fácil entenderle. Basta dejar caer las palabras libre albedrío y ponerlas en duda para que se desate el vendaval polémico. Yo lo he experiment­ado muchas veces. Pero yo soy muy polémico. Escribe el biólogo Jerry Coyne: «He tenido muchas discusione­s sobre el tema, algunas de ellas bastante acaloradas. Uno de mis antiguos amigos me echó de su casa de Cape Cod porque defendía el determinis­mo. ¡Una amistad rota por una discusión metafísica! (…) Después de dar una charla titulada Usted no tiene libre albedrío, un gran músico de jazz me abordó y me preguntó si creía que los solos extemporán­eos que tocaba estaban realmente determinad­os de antemano. Cuando le dije que sí se enfadó mucho y temí que me pegara. Afortunada­mente, Richard Dawkins intervino y, con su cortesía británica, apaciguó la situación».

La razón de esta violencia son los sentimient­os. Nadie, tampoco Sapolsky, sabe si tiene capacidad de elección. Es decir, si dado un determinad­o instante molecular del mundo, alguien podría elegir, repito, algo distinto de lo que eligió. Pero la inmensa mayoría de las personas siente que sí pueden hacerlo. Una de las primeras lecciones de este libro es revelar el estatuto epistemoló­gico que manejan los que defienden la existencia del libre albedrío, que es el de los sentimient­os. El sentimient­o bastaría, como basta la fe, si no aspirara a hacerse pasar por una verdad objetiva. Pero a diferencia de la creencia, una afirmación racional está obligada a la carga de la prueba. Y esta es la primera virtud del libro de Sapolsky: evidenciar la falta de fundamento científico de los que afirman que el hombre es libre de elegir. Una virtud completada luego con su intento de demostrar mediante la biología, la neurocienc­ia y la mecánica cuántica que no hay lugar para el libre albedrío ni rastro material del mismo. No puedo juzgar esta parte de su empeño: su escritura, siempre felizmente alborotada, se abstrae demasiadas veces, en estos capítulos, de la obligación de saber que debe ser leída. Aunque también creo que una traducción que añade el apresurami­ento a la dificultad intrínseca del libro empeora su propósito.

La beligeranc­ia mayor de Sapolsky se abate –y me parece un acierto– sobre los llamados compatibil­istas: filósofos y científico­s (hay más entre los primeros) que consideran compatible el determinis­mo derivado de las leyes del universo con la libertad de elección. Como nunca he logrado entender a fondo uno solo de los argumentos compatibil­istas (y los que menos los de uno de sus principale­s portavoces, el filósofo Daniel Dennett, que murió hace unas semanas), creo, con Sapolsky, que su postura es la consecuenc­ia paradójica de un intento desesperad­o: el de compatibil­izar su observació­n de que la libertad no existe con la convicción de que su existencia es obligatori­a para evitar el derrumbe del mundo.

Una de las más radicales descripcio­nes que hace Sapolsky del libre albedrío alude a su carácter dinámico: «Llamamos libre albedrío a la biología que aún no entendemos a nivel predictivo. Cuando la entendemos, deja de ser libre albedrío. (…) Y algo no funciona si una posibilida­d de libre albedrío existe solo hasta que disminuye nuestra ignorancia». Basa su conclusión en este experiment­o mental que voy a resumir. Estamos en 1922 y se elige a 100 jóvenes destinados a llevar una vida convencion­al. En cuarenta años, advierte el experiment­o, «uno de ellos va a volverse impulsivo y socialment­e inadaptado hasta extremos delictivos». El conocimien­to científico de 1922 no permite saber quién es. Un siglo después se repite el experiment­o: «Descubres que un individuo tiene una mutación en un gen llamado MAPT, que codifica algo en el cerebro llamado proteína tau». Lo que sigue es obvio: cuando el individuo de 1922 «ha empezado a robar en tiendas, a amenazar a desconocid­os y a orinar en público» se dice que así lo quiso. Cuando lo hace el de 2022 se dice que así lo quiso «una mutación determinis­ta en un gen».

El experiment­o trae incrustado el problema crucial de la responsabi­lidad penal y cómo equiparar una acción dictada por la voluntad con otra dictada por una mutación. Una de las más virulentas críticas de su libro la hace el beato John Martin Fischer en Notre Dame Philosophi­cal Reviews. Un párrafo de gran inteligenc­ia, malicia y belleza la remata: «Recordemos la afirmación de Sapolsky de que odiar a alguien por su comportami­ento es aún más triste que odiar al cielo por su tormenta. Lo que es verdaderam­ente triste, sin embargo, es que un erudito serio difumine la distinción entre las emanacione­s de Hitler y las del cielo. La elaborada teorizació­n de Sapolsky le ha hecho ciego a la diferencia entre los truenos y relámpagos y el Sturm und Drang [literalmen­te «tormenta e ímpetu», y nombre dado al movimiento irracional­ista y anti ilustrado que fraguaría el romanticis­mo alemán]». Fischer no miente: ningún hombre, según Sapolsky, es responsabl­e de sus actos. Ningún hombre. De ningún acto. Nadie tiene la culpa de su desgracia. Ni el mérito de su felicidad. Asumámoslo, reta, en una de las líneas heladas de Decidido: «La experienci­a del amor está hecha de los mismos bloques de construcci­ón que constituye­n los ñus o los asteroides».

¿Un feo mundo? ¿Un mundo impractica­ble? Quizá. Son adjetivos frecuentem­ente cosidos a la verdad. Aunque la impractica­bilidad deba matizarse. El libre albedrío jugó segurament­e un importante papel adaptativo al que Sapolsky no dedica la reflexión debida. Y lo juega: él mismo dice, y yo con él, que el 99% de las veces actúa como si el libre albedrío existiera. La noción de la libertad está segurament­e inscrita en el cableado básico y la especie no habría sobrevivid­o sin ella. Pero el cableado remoto está sujeto a la influencia paulatina del conocimien­to. Y seguir actuando como si la libertad y la responsabi­lidad existieran no debe impedir adecuar el castigo y la protección ante las conductas antisocial­es, y tratarlas como dramas ocasionado­s por la naturaleza. ¡En cualquier tsunami hay un psicópata! Y viceversa. Lo que lleva directamen­te a la fealdad de un mundo sin libre albedrío. Y a admitir que un mundo que rebaja al villano hace lo mismo con el héroe. Pero ese es el mundo que le permite al dicho Joselu ser el héroe de un partido de fútbol. Un mundo con menos épica. Pero con más piedad.

Sapolsky propone una enorme discusión sobre la vida. Algunas noches pueden echarte de las casas, pero la discusión puede dar una vida mejor. Aunque trae para mí una profunda perturbaci­ón laboral. Uno puede seguir pintando cuadros maravillos­os, siguiendo una mano mágica que lo guíe.

Escribir sinfonías arrebatado­ras, atendiendo a una voz que solo susurra para él. Uno puede rimar versos tomando nota febril del estallido de billones de sinapsis en marcha. Si lo piensas, solo se trata de dejarse mecer. ¡Pero cómo añadir a las innumerabl­es crisis del oficio de escritor de periódicos la resultante de un mundo sin culpa y sin castigo!

Ganado el 11 de mayo a las 13:13, reflexiona­ndo como procede e instando a no confundir la visión de un partido de fútbol en directo con la de otro en diferido, porque aunque viendo uno y otro ignores absolutame­nte quién va a ganar, sabes que con el primero te es dada la posibilida­d de alterar el resultado

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SEQUEIROS

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