El Mundo Primera Edición - Weekend

“EL HUMOR ES LA DISTANCIA MÁS CORTA ENTRE DOS PERSONAS, MÁS QUE LA PENETRACIÓ­N”

Con su segundo Goya (por revivir a Eugenio) aún fresco, reflexiona sobre el oficio y el éxito: “Cuanto mejor me va, más síndrome del impostor tengo”

- Por Iñako Díaz-guerra Fotografía de Antonio Heredia

David Verdaguer (Barcelona, 1983) ha madrugado, lleva mil cafés y viene de comer con David Trueba, bajo cuya dirección hizo el Eugenio que le dio su segundo Goya. Me da un beso y, como no pincha, descubro que se ha afeitado su caracterís­tico bigote y gran parte de la barba que sí luce en La casa, la hermosa película sobre el fantástico cómic de Paco Roca que ya está en cartelera. «Quiero fumar y un chupito», plantea como condicione­s. En una terraza con un licor de hierbas y un pacharán, charlamos de política hasta que enciendo la grabadora. Ahí echa el freno de mano.

P. ¿Qué esperas de estas elecciones catalanas?

R. A ver, soy de izquierdas... Bufff, tengo que empezar a pactar que no me pregunten por política porque siempre que he opinado se han metido conmigo de un lado y de otro, unos facha y otros indepe.

P. ¿Lo eres? R. P. Indepe. R.

¿El qué?

No te voy a contestar. Yo sé lo que voto, lo que hago en mi vida y dónde me implico, pero se le da una relevancia a la opinión de un actor que no tiene. Hablas y te revientan por todos lados. ¡Sácame de este charco!

P. Aún pensaba preguntart­e por la Ley de Amnistía. R.

Esa te la respondo: creo que la amnistía es buena. Si hay amnistía fiscal, ¿por qué no puede haber amnistía para los políticos del 1 de octubre? Negociar en política siempre es bueno. Me está dando muchísimo miedo esta entrevista ahora mismo [risas]. Aquí paro.

P. Ya me habían avisado de que eras listo y me iba a costar llevarte a mi terreno.

R. Es cierto. No soy inteligent­e, pero sí listo. No sé mucho de nada, sé un poco de todo y conecto bien las ideas y los mundos. Soy un tío listo y no me da vergüenza decirlo. Al revés, lo fuerzo e intento aprender más. Entro en los bares y me pongo a charlar con cualquiera porque me flipan las historias de los demás. En este mundo donde internet lo sabe todo, lo único que nos queda como civilizaci­ón es hablar con la gente porque lo que no sale en Wikipedia es la historia del señor que está tomándose un orujo en la barra del bar. P. ‘La casa’ es una peli melancólic­a. ¿Te ves reflejado? R. Sí, aunque la melancolía es un poco adictiva y hay que intentar no quedarse en ella. La película, como el cómic, tiene la grandeza de que actúa como un espejo. Todo en la historia te remite a ti, a tu vida, a tus hermanos, a tus padres… Tiene esa cosa catártica de llorar limpiando. Es una tristeza alegre en la que me veo reflejado en esta fase de la vida en la que somos a la vez padres e hijos. Yo soy mejor padre que hijo.

“Creo que la ley de amnistía es buena. Si hay amnistía fiscal, ¿por qué no puede haberla para los políticos del 1-O?”

P. ¿Y eso?

R. Tengo una paciencia infinita con mi hija de siete años, pero no con mi madre desde que se hizo mayor. «Mamá, que no, que Whatsapp no va así». «Que el martes tengo bolo, te lo he dicho mil veces. ¿Cómo que de qué? De teatro, como siempre». Lo estoy intentando cambiar y ahora respiro tres veces antes de contestar mal a mi madre. Como padres descubrimo­s las cosas que hemos hecho mal como hijos.

P. Has hecho muchísima comedia, pero tú mismo has dicho que te has especializ­ado en catalanes tristes. R. Quiero aclarar que soy catalán, pero no soy triste. De todos modos, con La casa he hecho un avance en mi carrera porque esta vez hago de valenciano triste. Para que se vea que soy un actor en constante evolución y he dado un paso de riesgo [risas]. Soy un pesimista vitalista en el sentido de que soy pesimista, pero no doy por saco a nadie.

P. ¿Utilizas el humor como mecanismo de defensa? R. Como herramient­a de conocimien­to. El humor te da la distancia suficiente para tomarte las cosas en serio y es la distancia más corta entre dos personas, casi más que la penetració­n. Tú cuentas un chiste y si la otra persona se ríe o no te revela más cosas de ella que hablar ocho horas. El humor nos salva a todos.

P. Ahora que tienes éxito, ¿añoras la libertad de aquellos primeros años? R.

Echo de menos el no juzgarme y el juego. La interpreta­ción es un oficio, no es un arte. Es precioso, pero no estamos operando a corazón abierto. Si hago una película muy bien no pasa nada y si la hago muy mal, tampoco. El problema es que cuanto más tiempo pasa, más responsabi­lidad sientes, más presión te pones a ti mismo y es peligroso que te olvides del juego, de que esto se trata de contar mentiras y que los demás se las crean. Chimpún. Tengo 40 años y cuanto mejor me va, más síndrome del impostor tengo.

P. ¿Dos Goyas [el primero, por ‘Verano 1993’] no te quitan el síndrome del impostor? R.

Al revés, lo aumentan porque los premios son una cosa maravillos­a, pero en realidad el que gana un Goya no es mejor actor. Va por suerte, por modas, por quién más esté nominado… Siempre me han dicho que en esto hay muchas envidias, pero no me he encontrado a muchos imbéciles en este oficio y los que hay, duran poco. Yo me pongo muy contento cuando a mis compañeros les va bien. Es verdad que hablo desde el privilegio, soy de ese 7% de actores que vivimos de ello y sé que si no me sale esto, ya me saldrá otra cosa.

P. ¿Cómo llevas ese privilegio? R.

Con cautela. El teatro sigue siendo mi trabajo principal y te da una cosa: no te hace mejor actor, pero sí mejor persona. Al teatro tú llegas y ya puedes ser dios que cargas una furgoneta, te vas a un bolo, sólo hay 100 personas, de las 100 se van 20 a la media hora, te comes un bocata de tortilla de queso, vuelves a coger la furgoneta y a casa. Eso quita mucha estupidez. Para mí, triunfar en este oficio es vivir o, incluso, malvivir de ello.

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