El Mundo Primera Edición - Weekend
LANTHIMOS Y EMMA STONE, UNA PAREJA PERFECTA
Festival de Cannes. El director y la actriz de ‘Pobres criaturas’ vuelven a su mejor versión con ‘Kinds of Kindness’. A su lado, Paul Schrader bucea en los laberintos de la memoria en ‘Oh, Canadá’
Les contaré una de esas cosas que solo interesa a muy pocos y que, sin embargo y por ser aplicable como actitud vital a otros campos, no dejan de tener su cierta gracia. Entre la cinefilia más conspicua y arisca –los inmaculados–, el director Yorgos Lanthimos no gusta (le pasa algo parecido a Ruben Östlund). No está bien que alguien presuma de iconoclasta si se forra de premios y hasta de oscars; no está bien que nadie se las dé de feminista si resulta, atentos, que es hombre; no está bien que un director haga partícipe al espectador de eso que los colegas sin mácula colocan fuera de campo por respeto (o falta de talento) cuando en realidad, dicen, Lanthimos no hace más que espectáculo de la crueldad. Pues bien, Kinds of Kindness (que sin título aún en castellano se puede traducir por Formas de bondad) tiene todo lo que irrita a los irritables y lo luce con una claridad y arrojo que no puede por menos que entusiasmar. Y entusiasma casi tanto la propia película como la irritación de los puros. Lo ha vuelto a hacer. .
El punto de partida no puede ser más correcto. Tras los éxitos encadenados (esto también molesta) que supusieron en su carrera películas La favorita y Pobres criaturas, el director recurre a su guionista de siempre, Efthimis Filippou, para volver a sí mismo y componer un tríptico del desasosiego tan perfectamente milimetrado en las formas, casi geométrico, como caótico y turbador en su esencia. Y muy divertido también. Este hombre es el autor de los libretos de Canino, Alpes, Langosta y, nuestra favorita, El sacrificio de un ciervo sagrado. Es decir, de su mano ha salido el ideario del un cine empeñado en construir un universo en el que los significados de las cosas y las emociones aparecen siempre desplazados. Los personajes reaccionan ante lo que les rodea con una consciencia extrema. Ninguna de sus acciones es producto de la rutina. Nada está dado. Todo lo que ocurre, por disparatado y cruel que resulte, obedece a una lógica perversa, pero irrefutable. La idea es dotar de sentido mediante un mecanismo de contraste a todo aquello que en la gris cotidianidad de lo diario no lo tiene. O simplemente pasa desapercibido.
En Kinds of Kindness, el juego se repite. Ahora son asuntos como el libre albedrío (¿realmente la libertad es un bien deseable?), la identidad (¿somos siempre y de forma constante quiénes creemos que somos?) y la fe (¿por qué decidimos creer en lo que creemos?) los que se diseccionan. Y lo de disección no es metáfora.
Sangrar sangran. La película es una fábula en tres actos. Cada uno cuenta una historia distinta siempre con idénticos actores (básicamente Emma Stone, Jesse Plemons, Willem Dafoe, Margaret Qualley y Hong Chau). Les une la forma riguramente gélida, el ambiente extrañamente cercano y, ya se ha dicho, el reparto. Les une Lanthimos. Les separa, el abismo que se abre a sus pies. Cada uno de una profundidad y de un tono diferente de negro. Es decir, les separa Lanthimos.
Kinds of Kindness insiste en colocar a émulos de Bella Baxter ante la sorpresa de un mundo que en la vigilia creemos ordenado y sensato, hasta que una simple cabezada de sueño (o simple lucidez, según se mire) todo lo descoloca, todo lo ilumina. La película de casi tres horas avanza por la pantalla como una exhalación a veces desternillante, otras repulsiva y siempre convencida de que el cine o hace daño o no es. Y eso, claro, crea tantas complicidades como
El cineasta griego recurre a su guionista de sus orígenes y de siempre, Efthimis Filippou, para volver a sí mismo
Schrader se las arregla para diseñar un arriesgado y profundo laberinto de miedos, engaños y confesiones
protestas airadas. Hace no mucho el presidente de una institución muy alta de cine español agradecía en público a una revista para cinéfilos poco sonrientes la labor de haber «desenmascarado al griego». No parece Lanthimos dispuesto a quitarle a los inmaculados el placer de sentirse ofendidos.
Y a renglón seguido, otro clásico que vuelve. «Quimérico museo de formas inconstantes» era la imagen que usaba Borges para definir la memoria y Paul Schrader no solo no le lleva la contraria, sino que, un paso más allá, se empeña en convertir el poema Cambridge (de ahí es el verso) en imagen cinematográfica. En verdad, Oh, Canadá, así se llama la nueva película del veterano director, no adapta al argentino sino la última novela del autor estadounidense Russell Banks, que murió en enero de 2023, apenas unos meses antes de que comenzara el rodaje. Pero sobre la pantalla, es más verso que prosa. Y eso, pese a las dudas, confusiones y exceso de artificio, es lo que importa: la permanente sensación de riesgo.
El responsable de la trilogía formada por El reverendo, El contador de cartas y El maestro jardinero, todas ellas sobre hombres que buscan la redención atrapados en un pasado que les hizo villanos, cambia ligeramente de argumento para, después de una larga vuelta, volver al punto de partida. También aquí, se trata de un individuo, antiguo y venerado documentalista, que a las puertas de muerte debido a un cáncer que le devora decide convertir el relato de su vida en una película ante la cámara de un antiguo alumno. Todo por ser redimido. Y en la narración en duermevela entre los efectos de las medicinas, que son drogas, y los vapores del resentimiento que buscan perdón, Schrader se las arregla para diseñar un laberinto de miedos, engaños y confesiones. «Ese montón de espejos rotos», que decía el siguiente verso del mismo poema de Borges.
Richard Gere da vida al protagonista que se desdobla en Jacob Elordi de joven. Y en frente, una Uma Thurman que vuelve a la pantalla grande después de tanto tiempo. El personaje de Gere cuenta todo lo que amó, que fue mucho y en muchos cuerpos; cuenta que un día huyó; cuenta que el propio cuento que cuenta es verdad y mentira a la vez. La película se desdobla a medida que avanza. Por momentos, es descripción fracturada de una memoria por fuerza rota; a ratos es reflexión sobre el límite que separa la ficción de la realidad; en un
instante se diría incluso que es autorretrato del propio Schrader; y siempre es un trabajo que interpela al espectador de manera directa y muy emotiva.
A su lado, y por aquello quizá de combinar veteranía con galones y lo otro (llámese anonimato, mocedad o descubrimiento), la sección oficial presentó en su tercera película a Emanuel Parvu, responsable de Three Kilometres to the End of the World (Tres kilómetros al final del mundo) y, de nuevo, como es regla en el cine que llega de la nueva ola que nunca acaba de Rumanía, hubo sorpresa. O no la hubo, según se mire. Del director conocíamos Mikado, que pasó por el festival de San Sebastián. Ahora la misma meticulosidad sirve para examinar un caso de agresión homófoba en un pueblo no tan perdido del delta del Danubio.
La película utiliza el incidente (que también es crimen) para analizar los mecanismos de poder que mueve la sociedad por dentro. El papel cómplice de la policía, la vigilancia sobre la conciencia que ejerce la Iglesia o el silencio culpable de todos confeccionan el panorama desolador de una sociedad, en efecto, desolada. Sin moralismos torpes ni subrayados innecesarios, Three Kilometres to the End of the World bien podría ser paradigma de película bien contada.