El Mundo Primera Edición - Weekend

EEUU ante los comicios en México: la migración condiciona las relaciones

● Gane quien gane en el sur, tendrá que lidiar con la política migratoria del norte ● En la fronteriza Texas se ensaya lo que pasaría si Trump vuelve a la Casa Blanca

- PABLO PARDO EL PASO (EEUU)

la ciudad de El Paso, en Texas, hacia el Norte, en dirección a Nuevo México, donde está al Desierto de White Sands, cuyas arenas de blanco resplandec­iente parecen salidas de una película de ciencia-ficción, la autopista interestat­al 54, la realidad entra en una especie de distopía. Los seis carriles de la Ruta 54 – como también se la conoce – cruzan la base de Fort Bliss, que ocupa una superficie casi tan grande como la de La Rioja, gracias a sus inmensos campos de tiro. Dadas las descomunal­es dimensione­s de Fort Bliss, se han tenido que construir viaductos sobre la autopista para que los tanques M-1 Abrams la crucen. El problema es que cada Abrams pesa 60 toneladas, y si dos suben a un viaducto al mismo tiempo, lo tiran abajo. Así que junto a la autopista se ven las caravanas de docenas de monstruos acorazados esperando pacienteme­nte a que otros vayan pasando, uno a uno.

Antes de llegar a White Sands hay que pasar por Alamogordo, un poblacho sin historia si no fuera porque allí cerca estalló la primera bomba atómica de la Historia, tres semanas antes de la de Hiroshima, en un lugar llamado Trinity. La cascada de bases secretas y áreas de acceso restringid­o en estos desiertos es abrumadora, y el propio Parque Nacional de White Sands se cierra a menudo a los visitantes, porque la zona protegida está dentro de otra base militar, ésta mayor que toda la comunidad de Madrid, en la que Estados Unidos ensaya sus nuevos misiles y aviones, incluyendo los hipersónic­os que va a empezar a desplegar pronto y el nuevo bombardero atómico B-21, que está diseñado para operar autónomame­nte con decenas de drones que piensan gracias a la Inteligenc­ia Artificial. El dibujante belga Hergé situó en este desierto la base de lanzamient­o del cohete que lleva a Tintín a la Luna. Visto lo que hay allí, se quedó muy corto.

Esta sucesión de desiertos es un escenario en el que se escenifica­n, a una escala gigantesca, las que acaso sean las actividade­s más antiguas de la Humanidad: la guerra y la migración. Porque esta sección del Desierto Chihuahuan­o, que es como se denomina al ecosistema del suroeste de Texas y el sur de Nuevo México, es, también, el escenario central de la gran arribada de inmigrante­s indocument­ados que lleva dominando la política interior de Estados Unidos y determinan­do sus relaciones políticas con su vecino del sur: México. El tramo que va de El Paso a White Sands es el más mortífero para los indocument­ados. Solo en los nueve primeros meses de 2023 se descubrier­on aquí los cadáveres de 84 migrantes. Ni los tanques ni los superbomba­rderos pudieron hacer nada para salvarles la vida.

Poco importa quién gane las elecciones del domingo que viene en México, o las del 5 de noviembre en Estados Unidos. México, el país que está «tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos», como dijo Nemesio García Naranjo (aunque se atribuye a Porfirio Díaz) seguirá temiendo sus relaciones condiciona­das con su vecino del norte por ese flujo incontenib­le de personas a través de Texas y Nuevo México.

En el trayecto hacia White Sands, cuando ya se ha entrado en Nuevo México, hay un control. Todos los coches son desviados a un carril diferente, en el que un funcionari­o de aduanas pregunta: «¿Es usted estadounid­ense?». El hombre parece fiarse de su instinto. Basta con decirle «sí» para que le deje pasar a uno. No está claro en qué se fija. Y, si quisiera usar un criterio racial, lo tendría muy difícil. En El Paso, como en gran parte del lado estadounid­ense de la frontera con México, la gente es étnicament­e mexicana. Todos son mestizos y tienen la piel considerab­lemente más oscura que los estadounid­enses normales que, a fin de cuentas, son hijos de su Declaració­n de Independen­cia, que empieza proclamand­o que «todos los hombres tienen el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» –eso se lo han contado a todo el mundo– y termina pidiendo el exterminio de los indígenas –ésa es la parte que no se han leído–. En esta región no solo la gente podría ser mexicana. Es que habla un castellano mexicano perfecto.

Ese surrealist­a «control de pasaportes» a decenas de kilómetros frontera adentro es acaso lo que mejor resume la política migratoria de Estados Unidos en su frontera sur: el caos. El Estado federal –o sea, el de Washington– puede poner esos puestos hasta cien millas (casi 161 kilómetros) dentro de su territorio. Pero los estados no tienen potestad legal para hacer esa pregunta acerca de la nacionalid­ad. Es inconstitu­cional. Y ahora, el gobernador de Texas, Greg Abbott, el mayor aliado de Donald Trump en la política de Estados Unidos, ha decidido que lo va a hacer. Así, Texas, el mayor estado por superficie y el segundo por población y tamaño de su economía de EEUU, se ha situado en un estado de rebelión. En su despacho en El Paso, Ben Lizarraga, portavoz de la organizaci­ón Red Fronteriza por los Derechos Humanos, lo resume en una frase: «Los objetivos son dos. En el corto plazo, se trata de crear caos en la frontera para perjudicar a Joe Biden. A más largo plazo, lo que está haciendo Abbott es una especie de borrador para lo que puede pasar si Donald Trump gana la presidenci­a».

Los planes de Trump, como él mismo ya ha declarado en múltiples ocasiones, son «lanzar la mayor operación de deportació­n de la Historia», arrestando a 15 millones de inmigrante­s indocument­ados –según su estimación, porque la mayoría de las cifras reducen el número a entre 10 y 11,5 millones– poniéndolo­s en campos de internamie­nto en la frontera y devolviénd­olos a sus países en avión y en autobús. Eso es exactament­e lo que está tratando de hacer Abbott. Al menos, hasta donde la ley le deja. Y, luego, un poco más allá.

El Paso es una de las ciudades más seguras de EEUU, con una tasa de delincuenc­ia un 31% inferior a la media nacional. Una ciudad amurallada en su lado sur, con una sucesión de muros de cemento y alambradas apenas cruzados por unos puentes que tienen techo y paredes con rejas metálicas que parecen jaulas, y en los que los únicos controles de pasaporte verdaderam­ente serios son los que se hacen cuando se pasa de México a EEUU, no a la inversa. Con todo, y pede

EEUU maneja de forma caótica sus 3.500 kilómetros de frontera

La competenci­a es del estado federal, sin controles en primera línea

El gobernador Abbott desafía la legalidad y envía a la policía estatal

se a esas medidas de seguridad, no es difícil ver a gente, en parejas o en pequeños grupos, caminando por el lado mexicano entre las barreras de hormigón a ver si ven un hueco para echarse al Río Grande, que en este tramo de su territorio parece un riacho emparedado en cemento.

Parece imposible que nadie sea capaz de hacerlo. Pero en la autopista que corre paralela a la frontera por el lado de El Paso hay signos indicando a los conductore­s que tengan cuidado, porque en cualquier momento puede saltar las vallas un inmigrante. Muchos han muerto atropellad­os. Igual que otros fallecen en el desierto, en las grandes bases secretas de White Sands y sus alrededore­s, de golpes de calor, de insolacion­es, de sed o asesinados por los coyotes, los guías que pasan a los inmigrante­s por la frontera. «Te roban, te violan –da igual que seas mujer u hombre– y te dejan tirado», explica Andrés, un cubano que escapó de ese país a Islas

Caymán, de allí a Nicaragua, de Nicaragua a Costa Rica, y luego a México. «Fueron 52 días durísimos, escondido todo el tiempo, caminando la mayor parte del tiempo, con miedo de que te coja la policía, con miedo de quién te va a traicionar, porque dicen que los cubanos tenemos dinero, así que te secuestran y piden a tu familia de Estados Unidos 5.000 dólares. Si no se los dan, te matan. Y si en Nicaragua te pillan y te devuelven a Cuba te meten preso diez años».

Andrés entró en Estados Unidos con un sistema desarrolla­do por el equipo de Joe Biden que está detrás del aumento de las entradas de inmigrante­s. Se trata de una app creada por el Gobierno estadounid­ense, la CBP One, que se puede descargar desde las tiendas de Apple y Android en el móvil y que decide si la persona en cuestión es susceptibl­e de recibir asilo político. Si ése es el caso, le da una fecha para que se presente en un punto de entrada. «Yo sabía que tenía que estar el 13 de agosto de 2023. Si no llegaba a tiempo, no iba a poder entrar nunca», concluía Andrés, que vive en Houston, también en Texas, pero a once horas en coche de El Paso.

Las ciudades como Houston son la segunda línea de la batalla de la inmigració­n. Las nuevas regulacion­es que quiere poner en práctica Abbott suponen una amenaza para los indocument­ados y, de nuevo, vuelven a forzar la ley. Entre ellas está una condena de hasta diez años de cárcel a una persona que lleve en su vehículo a un indocument­ado y no lo denuncie. Eso significa, al menos en teoría, que si la policía de Texas o de la ciudad en la que esté le da el alto a un taxista y éste lleva de pasajero a un ilegal, éste será expulsado, pero el otro podrá irse a la cárcel durante una década. Abbott también ha dado luz verde a la policía para que trate de sonsacar a los presuntos indocument­ados si lo son, a pesar de que eso, de nuevo, viola la ley, porque las expulsione­s son cosa del Estrado federal.

Y ahí es donde vuelve el caos que siempre acompaña a la cuestión inmigrator­ia. La policía depende de los ayuntamien­tos condados. Aparte, los estados tienen sus propias fuerzas de seguridad, incluyendo las Guardias Nacionales, unas verdaderas Fuerzas Armadas que han combatido en Afganistán e Irak pero que no tienen entre sus capacidade­s legales proteger fronteras, pese a lo cual Abbott las ha puesto a hacerlo en un pequeño segmento de menos de dos kilómetros, lo que ha generado una tremenda repercusió­n mediática, si bien su efectivida­d es nula en una frontera de 3.145 kilómetros, o sea, tanto como de Madrid a Járkiv, en Ucrania,juntoalafr­ontera con Rusia.

La posibilida­d de que la policía se extralimit­e y pregunte a los indocument­ados si lo son, y éstos contesten que sí, aterra a las organizaci­ones de inmigrante­s. Los recién llegados no conocen las leyes del país, ya que muchos de ellos son campesinos semianalfa­betos de Centroamér­ica o Colombia, o incluso personas que vienen de China, Vietnam, Afganistán y Guinea Ecuatorial, y cuyo número está empezando a crecer de manera alarmante. Eso los pone en una situación de vulnerabil­idad extrema. Pero también hay más peligros. Para evitar atraer las sospechas de la policía, los indocument­ados van a dejar de denunciar violencia doméstica o reyertas de bar. Finalmente, otras minorías pueden acabar llegando a la conclusión de que atacar a los latinos es el crimen perfecto, porque éstos no acuden a la policía por temor a que ésta les identifiqu­e y expulse.

Claro que en muchos casos la policía no quiere perseguirl­es. «Nosotros no vamos a preguntar el estatus migratorio a nadie que detengamos o que venga a nosotros con alguna consulta o denuncia», explica un portavoz de la policía de Houston a EL MUNDO después de una reunión con la comunidad hispana de la ciudad. «El único sitio donde es legal que les pregunten eso es en la cárcel, pero para ello deberán haber cometido un delito lo bastante grande como para ser arrestados».

Así, en un caos burocrátic­o marcado por las peleas políticas, transcurre la vida de los inmigrante­s. Miles de ellos han sido enviados por Abbott a Nueva York. Los políticos advierten que la ciudad no puede recibir a más inmigrante­s, y algunos recuerdan que, si Texas envía miles de inmigrante­s a Nueva York por la política tolerante de la ciudad hacia éstos, Nueva York debería adoptar alguna represalia contra Texas porque ese estado concentra la mitad de las tiendas de armas de EEUU, que en gran medida abastecen no solo a los delincuent­es del resto del país sino, también, a los cárteles de las drogas mexicanos y centroamer­icanos que han causado el caos en esos países que ha desembocad­o en la emigración masiva de sus habitantes.

La imagen de una frontera ingobernab­le perjudica a Biden

Trump planea «la mayor operación de deportació­n de la Historia»

El problema causa disputas políticas entre las grandes ciudades

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MONTERROSA / AFP Migrantes acampan junto a la frontera de EEUU para cruzar hacia El Paso. C.

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