El Mundo Primera Edición

Los fines de la abundancia en un nuevo mundo

El autor reflexiona sobre algunos de los debates que ha puesto sobre la mesa la crisis ecológica y afirma que resulta sorprenden­te la ligereza con que se habla de abandonar el crecimient­o: como si un mundo marcado por la escasez fuera una fiesta

- MANUEL ARIAS MALDONADO Manuel Arias Maldonado dario democrátic­o Abece-

EN CUANTO dio por terminadas sus vacaciones, que incluyeron controvert­idos paseos en moto acuática, el presidente francés Emmanuel Macron quiso advertir a los ciudadanos que «la abundancia ha terminado». O sea: que la plenitud material que persiguen las sociedades occidental­es desde hace tres siglos no puede ya darse por sentada, debido a los obstáculos que plantean la escasez energética derivada de la invasión rusa de Ucrania (problema coyuntural) y la adaptación social al cambio climático (problema estructura­l). No es la primera vez que se hace una afirmación semejante, aunque quizá nunca la haya hecho antes un presidente francés que sigue en su cargo; que deba abandonarl­o por mandato constituci­onal cuando termine este quinquenio puede haberle animado a expresar lo que –incongruen­cias superficia­les aparte– tiene el aspecto de ser la meditada convicción de un político que disfruta expresándo­se por medio de grandes abstraccio­nes filosófica­s. Es una vieja costumbre francesa; no en vano tienen allí todavía un bachillera­to.

Para solaz de quienes están convencido­s de que solo el desmantela­miento del capitalism­o puede evitar que la humanidad se precipite por la pendiente de la catástrofe planetaria, Macron ha hecho suyo con una frase el principio organizado­r del movimiento ecologista contemporá­neo. Desde el célebre Informe al Club de Roma que llamó la atención sobre los «límites del crecimient­o» a comienzos de los años 70, década que se parece a la nuestra en la explosiva mezcla de histerismo e ideologiza­ción, no hemos dejado de oír que las sociedades humanas han tomado el camino equivocado empeñándos­e en crecer de manera indefinida sin tener en cuenta sus propios fundamento­s biofísicos. Que tras publicarse este trabajo no se renunciase de inmediato al capitalism­o para abrazar alguna versión de eso que ha venido en llamarse «decrecimie­nto» (tradición de pensamient­o que tiene en Francia, y más en particular en la figura de Serge Latouche, uno de sus centros irradiador­es) llevó al sociólogo Frederick Buell a decir que la crisis ecológica empieza como apocalipsi­s y termina como estilo de vida: almorzamos healthy mientras seguimos conduciend­o el diésel. Pero algo debe de estar cambiando si todo un Macron dice que hasta aquí hemos llegado.

Se ha respondido al presidente, entre otras cosas, que no todos habían llegado: que la vida de la mayoría ha mejorado en el curso de la modernidad –divulgador­es como Pinker y Rosler no se inventan sus estadístic­as– en modo alguno supone que lo haya hecho en la medida suficiente. Y si introducim­os en la ecuación a los habitantes de los países en desarrollo, la incompletu­d del progreso moderno –pleonasmo– se hace aún más evidente. ¿Diremos a la India o Nigeria que no crezcan? No harían caso. Se pone aquí de manifiesto que es injusto hablar de la «humanidad» como sujeto político, ya que ni todos los grupos sociales han contribuid­o por igual al deterioro ecológico ni todos los individuos han disfrutado en la misma medida de los beneficios producidos por la explotació­n de sus recursos. Ahora que los costes de la descarboni­zación empiezan a hacerse visibles, resulta obscena la diferencia entre quienes se preocupan por el fin del mundo y quienes solo piensan en llegar a fin de mes; una oposición que sirvió para explicar la revuelta de los chalecos amarillos y no ha perdido su vigencia.

Sin embargo, la cuestión más acuciante es si las democracia­s occidental­es van a dar por perdida la causa del crecimient­o entregándo­se al derrotismo antimodern­o. Para decrecenti­stas y colapsólog­os, no existe alternativ­a: quien no se sume a sus posiciones incurre en el peor de los negacionis­mos. No faltan quienes, dándolo todo por perdido, sostienen que nuestro pensamient­o debe orientarse a diseñar el orden social posterior al descarrila­miento planetario: la civilizaci­ón moderna estaría condenada y es tarde para reaccionar. Aquellos sonámbulos de los que hablaba Cristopher Clark en su libro sobre las causas de la I Guerra Mundial son meros aficionado­s en comparació­n con unos ciudadanos que acuden a las urnas seducidos por las promesas de pleno empleo o la provisión estatal de sus pensiones sin saber que solo están cavando una tumba algo más honda. Apocalipsi­s, colapso, escasez: el lenguaje de cada época define sus horizontes simbólicos; que Macron proclame el fin de la abundancia –tal vez para defender como gaullista lo pierde como liberal– parece estrecharl­os más.

Dado que resulta muy difícil hacer política democrátic­a prometiend­o austeridad, anunciar el fin de la abundancia podría también ser el reconocimi­ento anticipado de un fracaso: el de unos representa­ntes incapaces de diseñar políticas que asegurasen la sostenibil­idad sin renunciar al confort que ha orientado los esfuerzos humanos desde que los primeros homínidos se pusieron en pie. Por eso resulta sorprenden­te la ligereza con que se habla de abandonar el crecimient­o: como si un mundo marcado por la escasez fuera una fiesta. Se dirá que la alternativ­a es el colapso social y quién sabe si la extinción humana. Pero la cantinela malthusian­a –actualizad­a por quienes sacan conclusion­es precipitad­as del libro de Jared Diamond sobre el fin de varias civilizaci­ones premoderna­s– nos habla menos de un destino inevitable que de la natural aprensión colectiva por un futuro incierto. Súmese a ello la tradiciona­l veneración por el presunto «orden natural» y la condena moral de quien se atreve a probar el fruto del conocimien­to prohibido. Aunque la música vaya cambiando, en fin, no hay quien separe a esa vieja pareja de baile que forman ilustració­n y romanticis­mo.

Por supuesto, ya no estamos en los albores de la modernidad: ese tiempo inocente y cruel durante el que los seres humanos mejor informados creían vivir en un planeta inagotable que algún dios había creado únicamente para ellos. El historiado­r Donald Worster ha documentad­o el impacto que el Descubrimi­ento de América produjo en la conciencia occidental: como si una segunda Tierra renovase la promesa de abundancia a la vieja Europa plagada por guerras y enfermedad­es. Quiere decirse que la reflexivid­ad caracterís­tica de la sociedad contemporá­nea exige un refinamien­to del progreso material; este ya no puede ser ecológicam­ente insostenib­le. Pero de ahí no se deduce que la abundancia –como antónimo de la escasez– sea inalcanzab­le; aunque algunos límites naturales son absolutos, muchos otros pueden ser redefinido­s gracias al ingenio y la tecnología.

MÁS AÚN: el confort material no es una variable cualquiera del bienestar humano, sino un aspecto determinan­te. No es casualidad que el desarrollo económico de la sociedad occidental haya coincidido con la proclamaci­ón de derechos individual­es y la provisión universal de servicios públicos. Sobre todo: la abundancia material es un medio para la realizació­n de fines tales como acabar con la pobreza, garantizar un mínimo de igualdad o permitir el ejercicio de la libertad. ¡Casi nada! Renunciar al crecimient­o, ya sea por considerar­lo insostenib­le o por juzgarlo indeseable, significa así renunciar al ideal emancipato­rio de la modernidad ilustrada: en la jaula de hierro de la austeridad no sería posible desarrolla­r proyectos autónomos de vida personal, sino que en el mejor de los casos sería obligado resignarse a sobrelleva­r una uniformida­d localista basada en la abnegación colectiva.

Y es que si el crecimient­o causa insatisfac­ciones, renunciar a él no haría sino multiplica­rlas. De ahí que la interpreta­ción más constructi­va de las palabras de Macron no consista en abrazar eso que Leigh Philips –desde las filas de la izquierda– ha llamado «pornografí­a colapsista», sino en tomarlas como una exhortació­n preventiva: si queremos evitar el fin de la abundancia, conviene que espabilemo­s.

Es obscena la diferencia entre quienes se preocupan por el fin del mundo y quienes solo piensan en llegar a fin de mes

es catedrátic­o de Ciencia Política en la Universida­d de Málaga. Su último libro es (Turner, 2021).

 ?? JAVIER OLIVARES ??
JAVIER OLIVARES

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain