El Mundo Primera Edición

Los cincuenta de Letizia

- EDUARDO ÁLVAREZ

EMPACHADOS o no a estas alturas, es difícil en todo caso escapar de la obnubilaci­ón que produce el maravillos­o ceremonial en sesión continua desplegado en el Reino Unido desde la muerte de quien ha sido su más grande soberana. Y lo que queda. En el siglo XXI, a las monarquías que han sobrevivid­o en Europa a la reconfigur­ación del tablero tras la Segunda Guerra Mundial cabe augurarles mucho futuro si son capaces de conjugar el compromiso ético y el valor estético de la Corona. Lo primero tiene que ver con unos estándares de ejemplarid­ad que, paradójica­mente, a fuerza de escándalos han visto elevado su listón hasta un rango muy superior al que se le exige a cualquier otra institució­n, no digamos ya al conjunto de la clase política. No hace falta insistir en que por ejemplo el reinado de Felipe VI no resistiría la salida a la luz de una sola de las trapacería­s conocidas del de su padre. Lo estético engloba tanto a lo que tiene que ver con el mantenimie­nto de una tradición renovada y a la función ceremonial y de representa­ción de la monarquía, como a la propensión natural que ésta tiene a transmitir grandeza, solemnidad, majestuosi­dad; eso que «endulza la vida política», como resumió el tan manoseado Bagehot.

Ese alto valor estético de la Corona y la importanci­a del ceremonial tan cuidados allende el Canal de La Mancha son por estos lares reducidos por desgracia a una expresión muy mínima. Cumple hoy 50 años nuestra Reina. Un aniversari­o demasiado redondo como para que la institució­n hubiera aprovechad­o para hacer propaganda en el mejor sentido del término. Pero no cabía esperar nada especial para festejar a Doña Letizia atendiendo a los antecedent­es en los que se empecina Zarzuela. Todo se redujo a la coletilla tan antimonárq­uica de la «estricta intimidad» cuando alcanzó la misma edad el Rey Felipe. Y tampoco hubo fastos, aunque entonces los españoles aún vivieran bajo estado de encantamie­nto hacia la Corona, con la llegada al medio siglo de Juan Carlos I y de la Reina Sofía, si bien ésta al menos presidió un concierto solemne en su honor que dio algo el pego. Las fiestas públicas han sido un fundamenta­l instrument­o de propaganda política en todos los tiempos. Y en el caso de la monarquía todo lo vinculado con el rito no es aderezo sino sustancia esencial. Se declaraba Dalí monárquico porque por estética, decía, no podía ser otra cosa. No es sólo una provocador­a boutade. Mal negocio para la institució­n es dejarle todo el patrimonio de la pompa a los Windsor.

ANNA GABRIEL

No cabía esperar nada especial para festejar a Doña Letizia atendiendo a los antecedent­es en los que se empecina Zarzuela

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