Los cincuenta de Letizia
EMPACHADOS o no a estas alturas, es difícil en todo caso escapar de la obnubilación que produce el maravilloso ceremonial en sesión continua desplegado en el Reino Unido desde la muerte de quien ha sido su más grande soberana. Y lo que queda. En el siglo XXI, a las monarquías que han sobrevivido en Europa a la reconfiguración del tablero tras la Segunda Guerra Mundial cabe augurarles mucho futuro si son capaces de conjugar el compromiso ético y el valor estético de la Corona. Lo primero tiene que ver con unos estándares de ejemplaridad que, paradójicamente, a fuerza de escándalos han visto elevado su listón hasta un rango muy superior al que se le exige a cualquier otra institución, no digamos ya al conjunto de la clase política. No hace falta insistir en que por ejemplo el reinado de Felipe VI no resistiría la salida a la luz de una sola de las trapacerías conocidas del de su padre. Lo estético engloba tanto a lo que tiene que ver con el mantenimiento de una tradición renovada y a la función ceremonial y de representación de la monarquía, como a la propensión natural que ésta tiene a transmitir grandeza, solemnidad, majestuosidad; eso que «endulza la vida política», como resumió el tan manoseado Bagehot.
Ese alto valor estético de la Corona y la importancia del ceremonial tan cuidados allende el Canal de La Mancha son por estos lares reducidos por desgracia a una expresión muy mínima. Cumple hoy 50 años nuestra Reina. Un aniversario demasiado redondo como para que la institución hubiera aprovechado para hacer propaganda en el mejor sentido del término. Pero no cabía esperar nada especial para festejar a Doña Letizia atendiendo a los antecedentes en los que se empecina Zarzuela. Todo se redujo a la coletilla tan antimonárquica de la «estricta intimidad» cuando alcanzó la misma edad el Rey Felipe. Y tampoco hubo fastos, aunque entonces los españoles aún vivieran bajo estado de encantamiento hacia la Corona, con la llegada al medio siglo de Juan Carlos I y de la Reina Sofía, si bien ésta al menos presidió un concierto solemne en su honor que dio algo el pego. Las fiestas públicas han sido un fundamental instrumento de propaganda política en todos los tiempos. Y en el caso de la monarquía todo lo vinculado con el rito no es aderezo sino sustancia esencial. Se declaraba Dalí monárquico porque por estética, decía, no podía ser otra cosa. No es sólo una provocadora boutade. Mal negocio para la institución es dejarle todo el patrimonio de la pompa a los Windsor.
ANNA GABRIEL
No cabía esperar nada especial para festejar a Doña Letizia atendiendo a los antecedentes en los que se empecina Zarzuela