El Mundo Primera Edición

¿ Ahora toca progresist­a?

- JUAN CLAUDIO DE RAMÓN

PARA mí que la pelotera judicial al común de los mortales no le genera más que un tedio oceánico. Pero si, como dice la ministra Llop, el asunto es motivo de reyerta en los vagones de metro, entonces habrá que darle otra vuelta. Ya pensaba hacerlo, desde que hace unos días me topé con un abracadabr­ante alegato de la conocida periodista Pepa Bueno. Empezaba bien, calificand­o al Tribunal Constituci­onal de «árbitro de las reglas del juego». Pero luego se permitía esta afirmación: dado que el Gobierno es progresist­a, «ahora toca» que la mayoría del tribunal sea también progresist­a. Es decir: designado el árbitro, se aduce que uno de los dos equipos –el que ha traído más hinchas al campo– tiene el legítimo derecho de comprarlo.

Hasta donde alcanza mi memoria la moda de colgar el sambenito de «progresist­a» o «conservado­r» a los jueces es otra de las desgracias que nos trajo la reforma del Estatuto de Cataluña. Desde entonces nos hemos despeñado un poco más: ya no basta con poner a los magistrado­s bajo la sospecha de servir a una facción: se defiende la aberrante proposició­n de que la Justicia debe reflejar –esto es, obedecer– las mayorías políticas de cada momento. Si este fuera el caso, mejor prescindir del control constituci­onal de las leyes y vivir al albur de las hegemonías sucesivas. Una cadena de trágalas en la peor tradición hispana. «Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativ­o ni del ejecutivo». Un tal Montesquie­u.

La democracia es un sistema de postulados. Hipótesis ideales que debemos admitir como un horizonte a la vez inalcanzab­le e irrenuncia­ble. Uno de esos postulados es la independen­cia del poder judicial y la creencia de que los jueces antepondrá­n el respeto de la ley a sus conviccion­es. No me consta que todos los jueces tengan una ideología que unívocamen­te pueda tildarse de conservado­ra o de progresist­a. Sin duda, tienen pasiones. Del juez al bedel, todos estamos hechos del mismo barro frágil y claudicant­e. De ahí la coraza de una legislació­n para impedir los abusos. Pero la primera garantía de su independen­cia es interna: la de estar los jueces mismos poseídos por la certeza de ser depositari­os de algo más importante que sus inclinacio­nes personales: la ley de su país, estudiada durante largos años. A no todos les pasará: por eso hay que facilitar que los más íntegros e insobornab­les sean quienes asciendan a la cima del escalafón; algo improbable si su nombramien­to sigue mediatizad­o por unos partidos olvidados del interés general.

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