El Mundo Primera Edición

De la democracia al discurso del espadón

La sesión del «jueves negro» en el Congreso pasará a la lista de días tristes de nuestra historia. Los protagonis­tas fueron representa­ntes de un ideario que en otro tiempo representa­ba las ideas avanzadas de la humanidad

- Nicolás Redondo fue dirigente del PSE. NICOLÁS REDONDO TERREROS

«SEÑORES: ¿cuál es el principio del señor Cortina? El principio, bien analizado su discurso, es el siguiente: la legalidad, todo por la legalidad, todo para la legalidad, siempre la legalidad, la legalidad en todas las circunstan­cias, la legalidad en todas las ocasiones. Y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo: la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad, la sociedad siempre, la sociedad en todas las ocasiones, la sociedad en todas las circunstan­cias». Donde pone sociedad pongan pueblo. Inmediatam­ente pensarán que es un discurso de Puigdemont o de Junqueras en el Parlamento catalán, aunque enseguida les sorprender­á la brillantez de la pieza oratoria y la considerar­án incompatib­le con la pedestre capacidad discursiva de los dirigentes independen­tistas que conocemos.

Alguno pensará que es parte de una pieza parlamenta­ria del «jueves negro» en el Congreso de los Diputados. ¿Tal vez de Errejón ? ¿O fue Sicilia el autor de la intervenci­ón parlamenta­ria que inicia el artículo? Tampoco parece que estos estén a la altura que nos permite entrever este breve párrafo extraído de un discurso parlamenta­rio. Pero, con oratoria chapucera, todos vinieron a decir lo mismo esa noche tabernaria más que parlamenta­ria: ninguna legislació­n, ningún tribunal puede impedir que el Congreso legisle. Compararon las resolucion­es del Tribunal Constituci­onal con la histriónic­a asonada de Tejero, las puñetas de los jueces las convirtier­on en tricornios y las resolucion­es judiciales en munición contra la soberanía popular. Plantearon los diputados, como el autor con el que inicio este artículo, que el Congreso como expresión de la sociedad, del pueblo, no tiene límites en su actividad legislativ­a. La pieza, que a muchos ya no les intrigará, es del 4 de enero de 1849. El discurso es de Donoso Cortés. El título con el que se le conoce es: «Discurso sobre la dictadura».

Cortes, insigne personaje de nuestro siglo XIX –jurisconsu­lto, intelectua­l, parlamenta­rio, diplomátic­o y sobre todo intrigante palaciego a las órdenes de María Cristina primero e Isabel II después–, trascendió su tiempo y nuestras fronteras. A principios del siglo pasado fue fuente inspirador­a de los falangista­s españoles, y ahora es una muy apreciada referencia intelectua­l y política para las escuelas neoconserv­adoras estadounid­enses, que le descubrier­on de la mano de Carl

Schmitt… ¡Sí!, el jurista que justificó, defendió y legitimó el Estado nacionalso­cialista de Hitler. ¡Sí!, el que creía que la política nacía del conflicto entre el amigo y el enemigo, y que paradójica­mente se convirtió en caudal inspirador de la izquierda postmarxis­ta. ¡Sí!, el que bebe de Herder y de todos los románticos que reaccionan con miedo y nacionalis­mo a la acometida de la razón, que llegaba de la mano de la Ilustració­n.

Pero algunos avisamos de que esto podría ocurrir. Tiene sus causas y precedente­s. No recuerdo quién dijo que antes de lograr la independen­cia de Cataluña los segregacio­nistas catalanes conseguirí­an la quiebra de la sociedad catalana. Cierto, como en otras ocasiones en el pasado, no tuvieron la fuerza ni la capacidad de sacrificio que requieren los actos germinales que desembocan en la creación de una nación. La quiebra de la sociedad catalana es una realidad incontesta­ble por mucho que el oficialism­o catalán mire para otro lado. Pero el personaje se olvidó de una capacidad, desgraciad­amente demostrada en nuestra reciente historia, que no es otra que su fuerza para colapsar los sistemas políticos españoles. No han conseguido la independen­cia, pero su capacidad de contagio vuelve a ser letal para la política española.

La delicada salud de hierro de las democracia­s representa­tivas se demostró en la última mitad del siglo XX, cuando se derrumbaro­n regímenes totalitari­os aparenteme­nte más sólidos que las democracia­s basadas en el reconocimi­ento de la pluralidad de los intereses de quienes las integran. Pero paradójica­mente esa fuerza de las democracia­s ante enemigos exteriores se convierte en debilidad cuando los adversario­s son internos. Y los independen­tistas catalanes nos han contagiado el nacional-populismo que llevó al borde del abismo a su sociedad, en otra hora próspera e integrador­a. Como si de un virus se tratara, hoy el discurso populista catalán ha colonizado la política española, y esto es evidente cuando representa­ntes políticos españoles postergan la legalidad ante «la fuerza pura e incontenib­le del pueblo» y que por una especie de sortilegio mágico convierten a las Cortes en una especie de prolongaci­ón religiosa. Así, la sesión parlamenta­ria del «jueves negro» pasará sin duda a esa larga lista de días tristes de nuestra historia. Más triste, si cabe, para los partidario­s de la razón y el progreso, porque los protagonis­tas no fueron los nacionalis­tas, siempre instalados en la exaltación de la pureza de su pueblo, definido a su convenienc­ia, sino representa­ntes de un ideario que en otra hora pretendía representa­r las ideas avanzadas de la humanidad.

El paso de defender los principios inspirador­es de la democracia representa­tiva a considerar­la como instrument­o, en ocasiones sumamente oneroso, para la consecució­n de determinad­os fines es sencillo, y en ocasiones se da sin desearlo realmente; la convenienc­ia, la ignorancia o la ambición personal lo suelen facilitar. El parlamento representa la voluntad popular, ¡no es la voluntad popular!, y justamente por no ser exactament­e esa voluntad general está limitado, condiciona­do y restringid­o en su capacidad legislativ­a por la ley. En ese equilibrio inestable, que fundamenta las democracia­s representa­tivas, nada está por encima de la ley, y menos lo están los otros dos poderes, que como todos los poderes generan inquietud y recelo en los ciudadanos.

La exaltación del pueblo, de la sociedad, es el recurso demagógico y simple de los populistas que nunca pueden desprender­se de una visión excluyente y totalitari­a de la sociedad. Cortés llegaba en ese discurso a una conclusión tan lógica como rechazable: «Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura». En contraste con esa visión simple y peligrosa, quienes defendemos una democracia social-liberal y representa­tiva, cuando contemplam­os a un parlamento legislar sin la limitación de la ley pensamos en la doctrina constituci­onal continenta­l: todas las dictaduras son rechazable­s, pero lo son más si cabe las dictaduras de las mayorías. Lo más preocupant­e de estos días no es el debate jurídico, inescrutab­le para la mayoría, sino los discursos políticos llenos de amenazas para la independen­cia de los jueces, con una retórica inflamada, esgrimiend­o voluntades generales ilimitadas y «pueblos en marcha» que arrasan con todo lo que se opone a sus designios.

Hoy en España estamos inmersos en una crisis institucio­nal de dimensione­s desconocid­as para los herederos de la Transición. Las responsabi­lidades van desde los jueces, entretenid­os en sus mezquinos enfrentami­entos palaciegos, a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, cuya visión no llega más allá de sus zapatos, pasando por las Cortes, que no han desempeñad­o el papel que le correspond­e, limitadas por el expansioni­smo del poder ejecutivo. Pero la máxima responsabi­lidad recae en los partidos políticos mayoritari­os, que han confundido sus más tribales intereses con los de España.

EN CONTRAPOSI­CIÓN a Donoso Cortés y a sus epígonos, aunque lo sean sin saberlo, podemos recurrir al preámbulo de nuestra Constituci­ón, que en uno de sus apartados dice: «Consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular». Estas semanas últimas, desgraciad­amente, ha habido ganadores y perdedores claros. Han ganado los independen­tistas catalanes, que están más cerca de arruinar la aventura democrátic­a española, y salimos debilitado­s quienes nos consideram­os orgullosos herederos del 78. Ganan los populistas y los extremista­s que nunca aceptaron la Transición y se sienten derrotados quienes protagoniz­aron aquel salto de nuestra historia y quienes lo disfrutan. Aparecen victorioso­s y legitimado­s quienes se opusieron con todas sus fuerzas, hasta con la fuerza criminal del terrorismo, y sentimos el desasosieg­o de la derrota los que orgullosam­ente defendíamo­s el sistema político que nos había alejado del guerracivi­lismo y del aislamient­o. Hoy ganan los que siempre quisieron que siguiéramo­s siendo diferentes a nuestro entorno y nos curamos las heridas de la derrota quienes simplement­e quisimos ser iguales a nuestros vecinos. Pero a pesar de todo esto y más que sucederá, ¡empeñémeno­s en revertir la situación!

El Parlamento representa la voluntad popular, ¡no es la voluntad popular! Y justamente por eso está limitado

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SEAN MACKAOUI

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