Carlo Ancelotti y el panteón
Mi generación hace listas. De todo y para todo. No sé si es culpa del manual aspiracional que fue Alta fidelidad, donde de Top 5 en Top 5 Nick Hornby nos explicó la música, el amor y la vida, o porque, sencillamente, nos hacemos viejos y es una buena forma de recordar las cosas. El caso es que siempre he tenido claro que los mejores entrenadores que he visto en mis casi 40 años de consciencia futbolera se dividen en dos grupos bien definidos. Y entonces llegó Ancelotti.
Por encima del resto, están los tres que cambiaron el fútbol. Sin más. Arrigo Sacchi fue el primero. Viendo a aquella máquina con motor de camión y carrocería de Ferrari asaltar vez tras vez al Madrid de la Quinta, que se paseaba grácil, guapo y sin sudar por España, tuve por primera vez la sensación de que el fútbol no volvería a ser lo mismo. Y no lo fue. Su Milan aterrorizaba.
El siguiente creador fue Johan Cruyff, autor de un cuadro imperfecto y fascinante, el artista que devolvió la diversión al fútbol ganando menos de lo que su legado merece, pero dejando más discípulos que ningún otro. Su Barcelona entusiasmaba.
Pep Guardiola, el tercer y último revolucionario, fue la mezcla ideal de Sacchi y
Cruyff. Fusionó la ciencia del italiano y la magia del neerlandés para crear el mejor equipo que han visto estos ojos, el único al que no le pedía que ganara, sino que me hiciera sentir que jugaba a otro deporte. Y lo lograba. Su Barça impresionaba.
El segundo grupo lo forman aquellos entrenadores que cogieron a un coloso agonizante, lo resucitaron y cambiaron para siempre su destino. Hacer temporalmente grande a un humilde –hemos visto cien casos, del Dépor al Leicester– es muy difícil, pero devolver la ilusión a quien se está dejando morir es casi imposible. Son Robert
Redford duchando a un Paul Newman rendido y borracho, en El golpe, para que vuelva a ser el maestro del timo que siempre fue; Hulk y Rocket convenciendo a Thor de que suelte la cerveza, retome el martillo y salve al mundo de Thanos en Vengadores: Endgame; Alfred empujando a Bruce Wayne a que abandone el exilio interior, retome a Batman, rehaga su vida y, tal vez, pueda verle feliz en la terraza de un café de Florencia en el cierre de la trilogía de Nolan.
Eso lo han logrado Alex Ferguson con el Manchester United, Arséne Wenger con el Arsenal, Diego Simeone con el Atlético, Jürgen Klopp con el Liverpool y, a nivel de selecciones, Luis Aragonés con España. No tienen la misma influencia descomunal sobre el juego que la santísima trinidad del inicio, pero reconstruyeron catedrales derruidas y sus aficiones harían cualquier cosa por ellos. Normal.
José Mourinho, el grande que me queda, es una versión puesta de speed de estos últimos. Sus proyectos de salvación no están destinados a perdurar, pero nadie ha sido mejor en dotar de vida inmediata a un cadáver. Es Travolta inyectando adrenalina en el corazón de Uma Thurman en Pulp Fiction. En cuestión de segundos, ella está para volver a bailar el twist, aunque todos sabemos que a Vincent Vega le quedan dos telediarios. Así fue su paso por Oporto, Madrid e Inter: veloz, caótico, controvertido y corto, pero indiscutiblemente memorable.
Hasta hace poco era fácil argumentar que Ancelotti no pertenecía a esa élite, que sólo era un gestor con encanto y suerte. Ya no. No cuadra en mis listas, no ha inventado nada (en esto le aventaja Xavi, que ha creado al entrenador meme) y su obra se distribuye por muchos equipos, pero es ridículo luchar contra la evidencia con quien ha triunfado en cinco países y está a un paso de ser el técnico más laureado del club más laureado.
¿Qué diablos es Ancelotti? Un señor muy listo, un entrenador increíble, un caso único.
A diferencia del resto de grandes técnicos, no ha inventado nada ni revivido a nadie, pero...