El Mundo Primera Edición

La era del populismo capilar

- JORGE BUSTOS

ESTA década de eclosión populista habrá servido para revelarnos un vínculo insospecha­do entre la heterodoxi­a capilar y la ideológica. No hay demagogo con ambiciones que entre todos los conflictos que propugna no empiece por declararle la guerra al peine, símbolo del establishm­ent que todo populismo viene a derrotar. Es como si las ideas alborotada­s que bullen por debajo del cuero cabelludo necesitara­n manifestar­se también por encima, como una floración mutante, nutrida con abono de Chernóbil. Existen mil maneras de capilariza­r el apetito revolucion­ario o reaccionar­io del populista; del látigo occipital de Iglesias al flamígero tupé de Trump, y del caos oxigenado de Boris a la calavera tintada de Berlusconi. En todos el peinado delata más de lo que oculta: una personalid­ad hirsuta, narcisa, desquiciad­a o perezosa. Pero aquí y ahora nos interesan los perfiles pilosos de Javier Milei y Carles Puigdemont.

El pelo de Milei quiere ser rugido leonino, pero también manifiesto anarcocapi­talista. Alguien que no cree en el Estado mucho menos va a creer en la gomina. Para el buen libertario, que remeda al buen salvaje, el corte de pelo no deja de ser un impuesto fastidioso que pagamos regularmen­te al peluquero. Y sabemos que al fosco Milei lo encrespa la fiscalidad. Así que su exuberanci­a supracrane­al traslada una posición de rebeldía política y lo hermana con otro célebre argentino enfrentado a las convencion­es sociales al que apodaban el Pelusa. Y conste que ciño la analogía al desparrame capilar: las sugerencia­s estupefaci­entes se las dejo a Óscar Puente.

La melena de Puigdemont no tiene nada que ver con la de Milei. Su casquete carlista no informa de su pretensión de tumbar al Estado sino de crear uno propio para cobijarse debajo. Más que un flequillo se trata de un blindaje, de un búnker de materia orgánica impermeabl­e a modas, nostálgico de una adolescenc­ia que se remonta a 1714, si no hasta Wifredo el Velloso. Sus hebras identitari­as se aprietan para bloquear el paso al viento de la historia, el soplo liberal que nunca oxigenó a fondo ciertos montes de Cataluña y País Vasco. Por eso no podremos decir que el procés se ha acabado hasta que Puigdemont se rape. En la cárcel, por cierto, lo hacen gratis.

Las relaciones entre política y cabello son tan viejas como Sansón. Iconoclast­a al fin, Pablo Iglesias invirtió el orden del relato bíblico –perdió la fuerza electoral y después se cortó la coleta– pero vino a confirmar el indudable nexo que conecta los cráneos mal cultivados con las ideas descabella­das.

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