La era del populismo capilar
ESTA década de eclosión populista habrá servido para revelarnos un vínculo insospechado entre la heterodoxia capilar y la ideológica. No hay demagogo con ambiciones que entre todos los conflictos que propugna no empiece por declararle la guerra al peine, símbolo del establishment que todo populismo viene a derrotar. Es como si las ideas alborotadas que bullen por debajo del cuero cabelludo necesitaran manifestarse también por encima, como una floración mutante, nutrida con abono de Chernóbil. Existen mil maneras de capilarizar el apetito revolucionario o reaccionario del populista; del látigo occipital de Iglesias al flamígero tupé de Trump, y del caos oxigenado de Boris a la calavera tintada de Berlusconi. En todos el peinado delata más de lo que oculta: una personalidad hirsuta, narcisa, desquiciada o perezosa. Pero aquí y ahora nos interesan los perfiles pilosos de Javier Milei y Carles Puigdemont.
El pelo de Milei quiere ser rugido leonino, pero también manifiesto anarcocapitalista. Alguien que no cree en el Estado mucho menos va a creer en la gomina. Para el buen libertario, que remeda al buen salvaje, el corte de pelo no deja de ser un impuesto fastidioso que pagamos regularmente al peluquero. Y sabemos que al fosco Milei lo encrespa la fiscalidad. Así que su exuberancia supracraneal traslada una posición de rebeldía política y lo hermana con otro célebre argentino enfrentado a las convenciones sociales al que apodaban el Pelusa. Y conste que ciño la analogía al desparrame capilar: las sugerencias estupefacientes se las dejo a Óscar Puente.
La melena de Puigdemont no tiene nada que ver con la de Milei. Su casquete carlista no informa de su pretensión de tumbar al Estado sino de crear uno propio para cobijarse debajo. Más que un flequillo se trata de un blindaje, de un búnker de materia orgánica impermeable a modas, nostálgico de una adolescencia que se remonta a 1714, si no hasta Wifredo el Velloso. Sus hebras identitarias se aprietan para bloquear el paso al viento de la historia, el soplo liberal que nunca oxigenó a fondo ciertos montes de Cataluña y País Vasco. Por eso no podremos decir que el procés se ha acabado hasta que Puigdemont se rape. En la cárcel, por cierto, lo hacen gratis.
Las relaciones entre política y cabello son tan viejas como Sansón. Iconoclasta al fin, Pablo Iglesias invirtió el orden del relato bíblico –perdió la fuerza electoral y después se cortó la coleta– pero vino a confirmar el indudable nexo que conecta los cráneos mal cultivados con las ideas descabelladas.