Registrador Rajoy
Ese hombre de 63 años que está viendo el partido mundialista de España en el Meliá de Alicante con una cerveza y habla de fútbol con los clientes mientras pide con aspavientos la entrada de Iago Aspas para abrir la defensa iraní, es el registrador de la propiedad de Santa Pola, una pequeña ciudad costera de 32.000 habitantes. Hace menos de un mes, ese hombre era el presidente del Gobierno español, había aprobado los presupuestos y garantizado la estabilidad de su Ejecutivo hasta 2020; sus interlocutores extranjeros eran Angela Merkel, Emmanuel Macron o Donald Trump. La vida da muchas vueltas, pero eso no es suficiente para explicar lo que ha hecho con un señor tan normal y previsible llamado Mariano Rajoy.
El martes 5 de junio, después de anunciar entre lágrimas que dimitía como presidente del PP, Rajoy se fue a comer a Narciso, una brasserie de la calle Almagro de Madrid. Allí se encerró siete horas en un reservado con la cúpula del PP, María Dolores de Cospedal, Fernando Martínez-Maillo, Javier Maroto, Andrea Levy, Pablo Casado y Javier Arenas. “Bueno, ¿qué se cuenta? Vosotros qué creéis, ¿quién se va a presentar?”, preguntó. Lo hizo de forma relajada, aparentando verdadero desconocimiento (“¿ah, sí, eso se dice?”) y bromeando sobre quiénes entre los candidatos se llevaban mejor o peor. Los comensales, que habían asistido horas antes a la despedida del Rajoy político, presenciaban el estreno del ciudadano Rajoy, un hombre tan brutalmente separado del poder como liberado de responsabilidades. Ya en medio de la moción de censura, cuando supo que el PNV la apoyaría, llamó a su amigo Francisco Riquelme, que lo sustituyó en el registro casi 30 años. Riquelme recuerda lo que le dijo: “Paco, lo que hablamos tantas veces. Mevuelvo ami plaza de registrador y me olvido de la política. Me voy sin que me echen ni mi partido ni las urnas. Por muy constitucional que sea la moción de censura, se ha instrumentalizado para desalojar al partido y a mí del Gobierno”.
Obviaba en su versión el origen de la moción, la condena que prueba la corrupción sistémica del partido que preside y que pone en tela de juicio su propio testimonio en el juicio.