Carlos Edmundo de Ory resucita de su mundo visionario y paralelo
Ya se lo dijo su madre al cumplir los 53: “Cuando tenías cuatro años eras como ahora”. Ella siempre confió en su silencio de chiquillo asombrado, misterioso e imprevisible. Jamás perdió la ingenuidad y la mirada limpia, salvo para dar cabida a sus brotes demoníacos. Le regalaba libros de Chéjov para amamantarlo y se los dedicaba así: “A mi Canostro, el poeta preferido”. Nunca se supo si se refería al ruso o a su hijo, Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923-Thézy-Glimont, Francia, 2010), fundador del postismo, uno de los mayores visionarios de la poesía española en el siglo XX.
Jugó toda su vida al despiste. Fue dejando piedras falsas en el camino —salvo en sus poemas, que son todo él— y ahora el poeta gaditano José Manuel García Gil las ha seguido y le ha dedicado una biografía que se publica mañana. Se titula Prender con keroseno el pasado (Fundación José Manuel Lara) y en abril ganó el premio Antonio Domínguez Ortiz. El título procede de uno de los aerolitos —un aforismo de su invención— de un autor que al morir no apareció en los telediarios. “Su paso por el mundo y por su país fue cuando menos amable; murió sin el reconocimiento debido”, asegura su biógrafo.
Se largó de España pensando a qué podría llegar en su país si se definía como un rey desterrado en un retrete. Eligió consciente el terreno de la exclusión. “Lo fue en parte de su propia vida, de su tiempo, de la sociedad, de la familia, de la poesía”, cuenta García Gil.
Vino al mundo a tres pasos del Atlántico. De su niñez recordaba antes el roce con el mar que el asombro de una biblioteca. Y eso que la de su padre, don Eduardo, marqués y amigo de Alfonso XIII, andaba bien surtida. Pero quizás se explique con ello que su poesía es antes emoción que intelecto. El influjo marino de lo que recuerda, como buen surrealista, desde el vientre de su madre, Josefina Domínguez de Alcahúd. “Una formidable caracola a través de la cual él ya escuchaba su sonido como una banda sonora prenatal”, refleja García Gil.
Pronto se fue a Madrid y conectó con sus círculos literarios, aunque renunció a ser incluido en ninguno. Lo empezaron a ver con miedo, como un poeta puro. De adoptarlo en alguno, bien podría convertirse en su referencia. Aun así, lideró el postismo, una suerte de vanguardia neosurrealista, y se rieron de él. Pronto entró, comodice Jaume Pont en su Antología poética, publicada por Galaxia Gutenberg, “en el limbo de los poetas raros”. Raro pero atento a las raíces y haciéndolas converger. Asu talento natural, “a su poesía intuitiva”, según el biógrafo, alió el romanticismo visionario de Novalis, el barroco como un optimismo natural y nada retorcido que le empujó a indagar en “el origen cósmico del soneto”, decía. También anduvo atento a las vanguardias sin jerarquía, a un eje Norte-Sur entre Whitman y Vallejo, a la atracción del hinduísmo y una vena alucinatoria próxima a los beatniks en contacto con Allen Ginsberg, que lo admiraba por compartir un karma común.
Aprendió pronto a transitar por un mundo paralelo, como un fantasma asido a la euforia de su olimpo poético y al tiempo al infierno de la vida real, en los comienzos del franquismo. Entre desprecios y contados afectos. Abocado a la marginalidad. Fiel a la mística del lenguaje, con capa, bigote y pelo largo cuando casi todo el mundo se aplastaba el cráneo con gomina. “He probado y vivido todas las formas / de la perdición y el aniquilamiento / y estas aventuras se transformaban / en una extraña cantidad de lirismo”, escribió en Música de lobo.
Su paso por la capital es una de las poderosas razones de la biografía. “Me interesaba despejarle las brumas al personaje que se había encargado de labrar desde su llegada a la capital. Una construcción imaginativa y legen- Uno de los pilares de la obra de Carlos Edmundo de Ory se refleja en este aerolito: “El amor es el laboratorio del poeta”. Sus grandes euforias y sus grandes fracasos tuvieron que ver con este sentimiento y con todas sus manifestaciones: “La ira y la furia, pero también el goce y la tristeza, el erotismo y la muerte”, asegura su biógrafo, José Manuel García Gil. “Las mujeres con quienes compartió su vida funcionaron como disparadores de su quehacer vital y poético”, prosigue. A su madre, Josefina Domínguez de Alcahúd, y a su hija Solveig hay que añadir las que compartieron su vida con él. “Emilia Palomo y Denise Breuilh, iluminaron principalmente las primeras décadas y Laura Lachéroy lo rescató de la nostalgia en la que había caído en la etapa de madurez. Cada una marcó no solo una época suya, sino una manera de enfrentarse a la vida, de entender la poesía y de practicarla”. Toda la obra que escribió De Ory, de
a o los relatos que reunió en la antología
queda atravesada por las sombras y vidas de todas ellas. daria que no se puede tomar comoun hecho notarial”, destaca el autor de Prender con keroseno el pasado. No le convenía a sí mismo. “La historia de su vida está transmutada en su obra. Ambas no pueden ni deben explicarse por separado; constituyen la raíz de un mismo árbol definitorio de su personalidad y estilo”, afirma García Gil.
Con el lenguaje como biblia y campo de batalla. Con una conciencia mística y a la vez blasfema y apátrida —“Fiesta digna de matracas y cohetes / Ohmi España de peluca y de tomate / Matricúlame de muerto en la alcaldía”—, entre la excitación religiosa y el anhelo sensual, como confiesa en Música de lobo. Sin desviarse de una hoja de ruta que combinaba rigor monástico para su legado y anarquía vital en las costumbres. “Fundamentales han sido sus diarios y sus cartas”, añade García Gil. “Guardaba copia hasta de las enviadas por él. Son reveladoras de la frase perfecta, auténticos tratados sobre la poesía, la vida y la muerte, como las que se cruzó con Juan Eduardo Cirlot, Eduardo Chicharro o Roberto Bolaño”.
En ellas ahondaba en el pensamiento que como proyectiles minuciosos dejó en sus aerolitos: que la poesía es un vómito de piedras preciosas, que la risa es el sexo del alma, que el silencio es la música de Dios y el poeta su falta de ortografía, que el lobo es un hombre para el lobo, más en los temores de un poeta a medio camino entre lo diabólico y su ingenuidad sin tacha. Esa que le hacía recomendarnos que lleváramos siempre un circo ambulante en el alma.