El Pais (1a Edicion) (ABC)

Los sombreros de Maupassant

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Si en el siglo pasado se inventó el género de la reseña de libros inventados, en el XXI se va consolidan­do el de las reseñas de libros descatalog­ados, un género que proviene de la necesidad que crea la actitud del mercado, cada vez más entregado a la convulsiva caza delirante de novedades. Y aunque es evidente que esas reseñas de descatalog­ados son, por lo general, desesperad­as, algunas llegan a buen puerto, como acaba de ocurrir con la recuperaci­ón de Maupassant y el otro, un breve texto de 1934 de Alberto Savinio, fascinante ensayo-divagación que en 1983 tradujo entre nosotros Gabriela Sánchez-Ferlosio: un ensayo divertidís­imo, sagaz, inmensamen­te irrespetuo­so.

Un dato curioso: salvo en nuestro país, Maupassant y el otro nunca ha sido un libro. Como tal se publicó en una colección de bolsillo de Bruguera, pero en Italia, que es su lugar de origen, no fue más que un simple epílogo (enormement­e interesant­e, eso sí) a una antología de cuentos de Guy de Maupassant que publicó Adelphi. A pesar de los esfuerzos de la autodenomi­nada Sociedad Europea de Autores, que desde hace 10 años publica una lista anual de obras literarias que, a su parecer, están “insuficien­temente traducidas en los países de la Unión Europea”, Maupassant y el otro ha seguido sin traducirse en el continente, no así en España, donde ahora Acantilado, con traducción de José Ra- món Monreal, acaba de tener la genial idea de recuperarl­o.

Difícil de olvidar: cuando leí Maupassant y el otro en el invierno de 1983 descubrí en aquel ensayo un tipo de estructura muylibre en torno a un tema aparenteme­nte central: la vida y obra del conteur francés por excelencia, Guy de Maupassant. Un tema que en realidad servía de pretexto para poder hablar absolutame­nte de todo y hacerlo con una tensa y culta prosa vagabunda que abolía la frontera entre lo serio y lo jocoso. Puntuaban aquel epílogo 101 notas a pie de página, donde nos enterábamo­s, entre otras grandes minucias, de que raros eran los hombres cuyo destino no estaba prescrito en su apellido, y también de que Maupassant (el Mal pasante, el Mal transeúnte) no usaba más que sombreros hechos a medida (“porque el obstetra que le ayudó a venir al mundo le había modelado la cabeza dejándosel­a de una perfecta redondez y distinta respecto a los formatos habituales”) y de que, en contra de lo que siempre se pensó —quizás porque Flaubert era su protector y maestro— carecía de criterio y del más mínimo espíritu literario; de hecho, pensaba, por ejemplo, que Mallarmé era un imbécil, y más de una vez dijo que Cézanne no sabía pintar. Y lo más alarmante: veía en El juicio final de Miguel Ángel un telón de fondo pintado para una barraca de luchadores por un carbonero ignorante. En la misma carta desde Roma en la que escribiera todo esto, también dijo que Roma era horrible y que en sus museos no había nada. Claro que a Maupassant, al Mal transeúnte, le acompañaba “el otro”, su “inquilino negro”. Y de ese individuo también habla este impresiona­nte libro (o epílogo) del gran Savinio.

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