El Pais (1a Edicion) (ABC)

“No quiero dormirme; quiero morirme”

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La casa está llena de libros y cuadros, muchos pintados por ella misma. A María José Carrascosa, madrileña de 61 años, se le iluminan excepciona­lmente los ojos cuando dice una palabra, Pollock, su pintor favorito. No volverá a ocurrir en toda la entrevista. En un sillón articulado de una casa del barrio madrileño de Saconia, esta mujer, a la que diagnostic­aron esclerosis múltiple en 1989, expresa claramente el objetivo del encuentro: “Quiero el final cuanto antes”. Pero no tiene nada fácil cumplir su voluntad. La enfermedad va acabando con las transmisio­nes nerviosas y con la visión y el oído, afectados. Sin poder tenerse en pie, asearse o comer por sí sola, incapaz de escribir, teclear o usar un utensilio, sin casi poder tragar o hablar, Carrascosa depende por completo de su marido, Ángel Hernández, de 69 años, técnico de audiovisua­les de la Asamblea madrileña jubilado anticipada­mente con 61 para poder cuidar a su pareja de los últimos 36 años. Una foto en una de las librerías de la habitación muestra a una pareja joven, guapa, muy a la moda de principios de los ochenta. “Es de cuando nos conocimos”, dice él.

Para la pareja, “lo ideal sería una eutanasia, que se aprobara la ley, pero seguro que en el Congreso habrá alguna iniciativa de la oposición y se retrasa”, afirmaba Hernández el pasado viernes. Su caso estaría dentro de los supuestos de la propuesta del PSOE que ha admitido a trámite la Cámara, ya que se refiere a una enfermedad grave, irreversib­le, mortal y que cause un dolor que la afectada considera insoportab­le.

Hija de abogado, ella era secretaria judicial, explica cuando él se atasca. “Hace ya muchos años los dos hicimos testamento vital ante notario”. Y ya hace veintitant­os —no recuerdan el año exacto—, con el diagnóstic­o todavía reciente, la mujer intentó suicidarse. Él se la encontró y la salvó. Y hablaron. “Le dije: no quiero impedirte que decidas tú, pero creo que todavía tienes suficiente calidad de vida”, explica él. Cuando acaba el relato Hernández, Carrascosa reacciona: “Quiero acabar ya”.

Esta postura es el final de un trayecto de años. Han buscado remedios, pero, a falta de apoyos familiares (no tienen hijos ni padres, y solo él tiene hermanos, ya mayores, que no viven en Madrid), sus intentos con la Administra­ción han fracasado. “Estuvimos nueve años en lista de espera para una residencia”, cuenta Hernández. Luego, cuando ella mejoró, cambiaron la solicitud por una petición de ayuda domiciliar­ia (la ley de la dependenci­a no permite recibir dos prestacion­es). De eso hace seis meses. Hace un año, él pidió que la ingresaran dos meses, para poder operarse de una hernia que se había agravado de cargar con ella. Se lo denegaron, y él no pasó por el quirófano.

Ahora, su casa es su residencia. Tirando el tabique entre dos dormitorio­s han formado la habitación de ella. “Con mucha luz, que le viene muy bien”, explica él. Con el avance de la discapacid­ad, el cuarto se ha convertido en un museo de todo lo que han perdido. Ahí están el piano que hace años que no se abre —con un dibujo que Alberti regaló a un familiar de Carrascosa en la pared— y la silla de ruedas que ella ya no maneja. En un caballete, un cuadro inacabado con un candil de aceite, frustrada lámpara que no les puede conceder el deseo que piden. Dominando la estancia, una cama articulada y la grúa que permite levantar a la mujer, colgada de ella como un fardo, para llevarla al salón y a asearla y a acostarla después. Unas aparatosas barandilla­s amarillas en el pasillo muestran las fases de una enfermedad, cuando aún intentaba moverse sola por la casa o ir al baño, completame­nte adaptado. Eso ya es impensable. “Ha perdido el 100% del equilibrio. Se puede caer incluso cuando está sentada en una silla”, relata Hernández.

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