En qué manos quedarán nuestros hijos
De quienes hace unos años redujeron drásticamente las enseñanzas de filosofía pueden decirse muchas cosas, pero no que fueran estúpidos. Lo más probable es que su decisión se fundase en un diagnóstico certero: las clases de esa asignatura iban a caer, con toda probabilidad, en manos de personas que en la década anterior, como estudiantes, plantaron cara de manera muy pugnaz, en ciertas facultades, a la conversión de la universidad pública en una escuela de negocios. Aquellas reformas triunfaron, pero menos de lo deseado por sus autores y, sobre todo, sufrieron un hondo desprestigio intelectual. Cabía sospechar, desde luego, que las clases de filosofía no iban a ser en los años venideros una escuela de adaptación a las necesidades del mercado ni una administración de valores edificantes o de capital ético, y se obró en consecuencia.
Naturalmente, no pocos quieren favorecer ahora la enseñanza de la filosofía confiando en que las aguas vuelvan a sus cauces y la asignatura preste los consabidos servicios de maquillaje ideológico y de cosmética cultural. Aunque no es imposible que a la larga se salgan con la suya, lo van a tener difícil. Porque enseñarán filosofía quienes la han estudiado, pero esa clase de gente eligió su oficio con arreglo a criterios ásperamente peleados con los que se supone deben regir las tomas de decisión del súbdito de nuestro tiempo. Aquí está la clave del asunto y lo que hace hallar motivos para la esperanza. Los adolescentes van a pasar cierto número de años oyendo a profesores cuya formación representa todo lo contrario de lo que espera cualquier gestor de recursos humanos, y esto no es una buena noticia para muchas personas.
Por elementales razones de supervivencia, la filosofía tiene que ocultar a menudo su verdadero rostro, pero de ningún modo es una actividad que sirva para formar ciudadanos adaptables, competitivos, flexibles y resilientes, olfateadores del éxito y zahoríes de la innovación. Tampoco es del todo eficaz para lograr que el filisteo tenga un barniz cultural presentable en sociedad, ni un aroma ético que acredite intimidad con la virtud. Aunque muchos tendrán ocasión de arrepentirse, nuestros diputados han decidido para los adolescentes del país lo que no querría para sus hijos ningún padre ni madre de familia con una sana mentalidad pragmática, y merecen por ello nuestro homenaje.