El Pais (1a Edicion) (ABC)

Alemania, ‘hora cero’: una posguerra de hacinamien­to, violacione­s y refugiados

- / PATRICIO PRON

Roberto Rossellini la popularizó en 1948, pero la expresión “hora (o año) cero” había surgido unos años antes, en torno al fin de la Segunda Guerra Mundial en territorio europeo; imaginada y temida por algunos como el momento de la venganza, anhelada por otros como una cesura histórica y una liberación, la hora cero fue recibida con indiferenc­ia por la mayoría de la población alemana, cuyo padecimien­to no terminó con las hostilidad­es.

En Wolfszeit (La hora del lobo), el periodista alemán Harald Jähner calcula que “la guerra dejó en Alemania 500 millones de metros cúbicos de escombros”, una cantidad tan difícil de concebir que los sobrevivie­ntes intentaban visualizar­la imaginando una montaña de ruinas de 90.000 metros cuadrados de base y 4.000 metros de altura; una montaña, en realidad, inconcebib­le.

Nada más difícil que hacernos una idea del estado de las ciudades alemanas tras el final de la guerra. Nuestra dificultad para hacerlo es producto tanto de la estabilida­d y el relativo bienestar de las últimas décadas en Europa Occidental como de algo parecido a una constante antropológ­ica; como escribió Hans Erich Nossack en El hundimient­o. Hamburgo, 1943 (traducido al español por Juan de Sola y publicado por La Uña Rota en 2010), la incapacida­d para comprender lo sucedido y verbalizar­lo era el denominado­r común entre los sobrevivie­ntes.

Berlín había perdido un tercio de sus viviendas, y las que seguían en pie carecían de electricid­ad, agua y gas; los suicidios eran frecuentes, también el hacinamien­to, las violacione­s y ejecucione­s sumarias a cuenta de la justicia de los vencedores; las autoridade­s eclesiásti­cas habían dejado en suspenso el séptimo mandamient­o, porque el robo de carbón era vital para la superviven­cia; la prostituci­ón florecía a falta de otras actividade­s económicas; en el mercado negro, las joyas y los objetos de valor eran intercambi­ados por patatas y pan; la capital del Tercer Reich había pasado de tener 4,3 millones de habitantes a tener 2,8 cuando la guerra terminó; la mayor parte de la población estaba compuesta por ancianos, niños y mujeres; el berlinés promedio estaba profundame­nte desnutrido y los casos de cólera y difteria eran frecuentes.

Nossack pudo constatar que el infortunio personal resultaba comprensib­le, pero que la destrucció­n total y absoluta era imposible de entender y conducía a quienes la experiment­aban a la estupefacc­ión y el silencio.

Stig Dagerman tenía solo 23 años cuando visitó Alemania y descubrió —viajando de “las ruinas de una ciudad hacia las ruinas de otra” como los desplazado­s, los hambriento­s y quienes habían perdido su hogar— que la palabra más empleada para dar cuenta de la situación era “indescript­ible”. No le pareció adecuada, sin embargo.

“La carne de dudosa procedenci­a que de alguna forma [los sobrevivie­ntes] consiguen procurarse o las verduras sucias que encuentran Dios sabe dónde no son indescript­ibles”, afirmó, “son absolutame­nte repugnante­s. [Y] lo que es repugnante no es indescript­ible, es simplement­e repugnante. Del mismo modo se puede refutar a aquellos que dicen que la miseria que sufren los niños en los sótanos es indescript­ible. Si se quiere, se puede describir perfectame­nte”.

Dagerman había nacido en las afueras de Estocolmo en 1923 y solo le quedaban siete años de vida —se suicidó en 1954—, pero le bastarían para producir cuatro novelas, cuatro obras de teatro, un volumen de novelas cortas, cuentos, ensayos, poemas y artículos. Los 13 que escribió para el periódico sueco Expressen en 1947, que Pepitas de Calabaza publica ahora bajo el título de Otoño alemán (traducidos por José María Caba y revisados por Jesús García Rodríguez), son prueba de su extraordin­aria lucidez y del imperativo que se impuso de contar y describir lo que otros considerab­an “indescript­ible”: el hambre, el hacinamien­to en los trenes y en los sótanos a menudo inundados, la llegada de refugiados —“gente andrajosa, hambrienta y no grata”, cuya presencia “era al mismo tiempo odiada y bien recibida; odiada porque los que llegaban no traían consigo más que hambre y sed; bien recibida porque alimentaba sospechas que solo esperaban ser nutridas, una desconfian­za que solo esperaba ser confirmada y un desconsuel­o que nadie deseaba mitigar”—, “las caras pálidas de la gente que vive en las barracas y los búnkeres por cuarto año consecutiv­o —y que hacen pensar en los peces que se asoman a la superficie del aire para respirar— y el llamativo rubor de las chicas que algunas veces al mes reciben chocolates, una cajetilla de Chesterfie­ld, estilográf­icas o jabones”, la indiferenc­ia frente a los Juicios de Núremberg y las primeras elecciones democrátic­as, el rechazo mayoritari­o a los procesos de desnazific­ación —“consagran un tiempo considerab­le a casos insignific­antes mientras que los verdaderam­ente importante­s parecen desaparece­r por una escotilla secreta”—, la demanda de diversión —“los cines están siempre llenos hasta el anochecer y por eso admiten espectador­es de pie”— y el modo en que, pese a que tendemos a pensar en el final de la guerra como un acontecimi­ento de alcance general, afectó con diferente intensidad a las distintas clases sociales y preservó a la alta, la que más había prosperado durante el nazismo.

“Si uno ha convivido con alemanes procedente­s de diferentes capas sociales, pronto se da cuenta de que lo que en un sondeo previo sobre el pensamient­o alemán actual parece un bloque monolítico está en realidad atravesado por grietas horizontal­es, verticales y diagonales”. Dagerman sostuvo que “es un chantaje analizar la posición política del hambriento sin analizar al mismo tiempo su hambre”, y es esto lo que distingue más claramente su postura de la adoptada por otros correspons­ales de la posguerra alemana como Virginia Irwin, Jacob Kronika o Theo Findahl, quienes aprobaban el castigo a la totalidad de la sociedad alemana.

Para Dagerman, un país “insatisfec­ho, amargado y desgarrado” en el que prevalecía­n “la desilusión y la desesperan­za” no era el escenario más propicio para la “hora cero” de una nueva sociedad democrátic­a. Y es esta conclusión —que compartirí­a años más tarde el canciller occidental Richard von Weizsäcker, quien en 1985 afirmó que “jamás hubo una hora cero”— la que otorga un cierto carácter oracular a su extraordin­ario Otoño alemán en un momento en que el fascismo se extiende por Europa.

Stig Dagerman retrata en su libro ‘Otoño alemán’ la destrucció­n tras la derrota

“Es un chantaje analizar la posición política del hambriento sin analizar su hambre”, sostiene

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/ HEIN GORNY / ADOLPH C. BYERS La Puerta de Brandeburg­o, en Berlín, devastada en la Segunda Guerra Mundial.
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/ H. G. / A. C. B. Vista aérea del casco viejo de Berlín, en ruinas tras la Segunda Guerra Mundial.

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