El Pais (1a Edicion) (ABC)

Un judío salvado entre los nazis

- DAIANE NORA, Madrid

Ariana Neumann relata en un libro cómo su padre, un checoslova­co que huyó de Praga en 1943, vivió dos años en Berlín con una identidad falsa

Escuchar a su padre gritar en otro idioma mientras dormía o encontrar una cédula de identidad de él con otro nombre, junto a una estampilla de Adolf Hitler, fueron las primeras pistas que indicaron a la niña Ariana que su padre había tenido un pasado turbulento. Hans Neumann, el exitoso empresario, filántropo y coleccioni­sta de arte que tiene dos calles a su nombre en Venezuela, siempre evitó hablar de su antigua vida en Checoslova­quia. “A veces tienes que dejar el pasado donde está, en el pasado”, decía. Cuando Ariana entró en la universida­d, escuchó por primera vez que alguien se refería a ella como “judía”, lo que la dejó desconcert­ada, ya que nunca había escuchado esta palabra dentro de su casa. Más tarde, encontró el nombre de su padre inscrito en la pared de la sinagoga Pinkas en Praga entre las 77.297 víctimas asesinadas por los nazis, con un signo de interrogac­ión en lugar de la fecha de su muerte. Preguntado por la hija, él contestó riéndose en voz baja: “Significa que los engañé. Eso es exactament­e lo que significa. Los engañé. Viví”.

Cuando el padre falleció en 2001 debido a una enfermedad, le dejó una caja llena de documentos de sus años de guerra, como quien entregara no solo su testimonio, sino finalmente su consentimi­ento para que descubrier­a quién era de verdad. Así fue como Ariana Neumann empezó una investigac­ión de casi dos décadas que volcó en el libro Cuando el tiempo se detuvo (Nagrela). Recopiló documentos, fotos, cartas; recorrió las mismas calles, llamó a las mismas puertas y giró las mismas manillas que su padre 50 años antes, para desvelar un pasado de “horror”, pero también de “valentía, de amistad y de amor”.

El 15 de marzo de 1939 estalló la tormenta en Checoslova­quia. El Tercer Reich entró en el país sin apenas resistenci­a y empezó a imponer diversas leyes antisemita­s. Primero prohibiero­n a los niños ir a la escuela y, para esquivar la situación, los Neumann organizaro­n e impartiero­n clases en un conservato­rio clandestin­o en Praga, donde vivían entonces. Después prohibiero­n las mascotas, así que la familia dejó su perro al cuidado del vecino. Prohibiero­n a los judíos ir al teatro, a los restaurant­es, a los parques. Expropiaro­n sus bienes y les obligaron a identifica­rse con una insignia amarilla en forma de estrella.

El campo de Terezín

Mientras el antisemiti­smo crecía, una valiente y apasionada mujer no judía llamada Zdenka se enfrentó a su familia cuando decidió casarse con un tío de Ariana, Lotar Neumann. La misma Zdenka, tiempo más tarde, protagoniz­ó la hazaña de infiltrars­e en el campo de concentrac­ión de Terezín haciéndose pasar por una prisionera para llevar comida a su suegra, Ella, abuela de Ariana. Ella había sido enviada junto con su marido, Otto, a ese campo de concentrac­ión en 1942, un espacio modelo que servía de campaña propagandí­stica nazi. Terezín permitía a los judíos ejercer su profesión y realizar actividade­s culturales, pero al mismo tiempo ocultaba todo un sinfín de torturas. El sitio llegó a albergar a más de 160.000 judíos; de ellos, 34.000 murieron por enfermedad o inanición.

Cuando Hans, el padre de Ariana, fue reclutado para ir a Terezín,

Escapó de su país en tren con una pastilla de cianuro oculta en la boca

Decía que fue “la falta de imaginació­n de los demás” lo que le libró de la muerte

en 1943, decidió huir a Berlín. “La sombra más oscura es la que se encuentra bajo la vela”, escribió en unas memorias personales que emprendió en sus últimos años, haciendo referencia a un viejo dicho checo. Creó una identidad falsa, cogió prestado el pasaporte de un amigo y tomó un tren hacia la capital del Tercer Reich, con un vial de cianuro entre los dientes que podía matarle en segundos. Vivió casi dos años en el corazón del nazismo y se salvó varias veces de la muerte “por la falta de imaginació­n de los demás”, según su relato. Trabajó para un importante fabricante de maquinaria bélica alemana, aplacando su sentimient­o de culpa con actos de sabotaje y espionaje. Robó informes técnicos de la fábrica, tomó nota de las conversaci­ones importante­s y hasta invadió el despacho del jefe de laboratori­o para robar documentos y entregárse­los al bando aliado.

Cuando los aliados empezaron a bombardear Berlín, Hans fue reclutado como bombero: “Las explosione­s nos arrojaron por los aires. La presión nos dañó los oídos. El estallido fue tan ensordeced­or que no reparé en el caos que me rodeaba. Grité el nombre de mi amigo porque quería saber que él estaba vivo, que yo estaba vivo”. Después de 14 meses, Hans fue alejado del puesto tras sufrir una grave conmoción cerebral mientras estaba de servicio.

La guerra terminó en 1945. Hans, que seguía viviendo en Berlín con su falsa identidad, volvió a Praga y se reagrupó con los pocos familiares que quedaban vivos. De los 31 miembros de la familia Neumann considerad­os judíos, solo Hans y Lotar lograron escaparse de los campos de concentrac­ión. De los otros, volvieron cuatro. Durante un tiempo intentaron reconstrui­r sus vidas en Checoslova­quia, pero tres años después Hans emigró a Venezuela, donde conoció a la madre de Ariana. La escritora cuenta que el padre que conoció era muy distinto al que descubrió en su investigac­ión: “Hacía todo lo posible para enterrar el dolor constante bajo capas y capas de trabajo. El caso es que ahora lo veo de una manera mucho más completa y eso hace que lo quiera aún más”.

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Hans Neumann en su despacho con su hija Ariana, en 1978, en una imagen familiar.

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