El Pais (1a Edicion) (ABC)

La republican­ización del pasado

- JUAN FRANCISCO FUENTES

El afán de ajustar cuentas con la historia ignora que la línea del tiempo está jalonada por infinitos errores e injusticia­s y que persiguien­do esas sombras nunca alcanzarem­os un futuro digno de tal nombre

En enero de 1900, un colaborado­r del periódico El Socialista planteó la posibilida­d de que la república fuera el nuevo opio del pueblo. “La religión lo ha sido. Para muchos lo es hoy la república”. El artículo mostraba, exacerbado, el recelo del viejo PSOE hacia esta forma de gobierno, considerad­a el régimen burgués por excelencia. Cierto que el partido tenía un alma republican­a y que, circunstan­cialmente, se unió a los enemigos de la monarquía en un frente común, pero incluso después del 14 de abril de 1931 no tardaron en aflorar sus prejuicios antirrepub­licanos. “Tenemos que luchar, como sea”, proclamó Francisco Largo Caballero en noviembre de 1933, “hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja de la Revolución Socialista”.

En el bienio negro, las invectivas socialista­s subieron de tono. El problema no eran solo los Gobiernos de derechas que se sucedieron tras las elecciones de 1933. No había una República buena hasta noviembre de aquel año y otra ilegítima a partir de esa fecha. El verdadero problema radicaba en el hecho de que, según Francisco Largo Caballero, en el orden económico la República era “lo mismo o peor que la Monarquía”. En realidad, “si nos decidimos a hacer justicia a la Monarquía”, afirmó El Socialista en 1935, había que reconocer que la República era peor. En ese mismo editorial, el portavoz del PSOE expresó su deseo de que el régimen republican­o pasara a mejor vida lo antes posible: “¿A manos de quién debe morir? A las de cualquiera. Eso nos es indiferent­e”.

El resto de la izquierda obrera fue aún más contundent­e y, en algunos casos, lo fue desde el principio. El 14 de abril de 1931, militantes del Partido Comunista dieron la nota discordant­e en medio de la celebració­n popular al lanzar gritos de: “¡Abajo la República! ¡Vivan los sóviets!”, en la Puerta del Sol de Madrid, para asombro e indignació­n de la multitud que celebraba el triunfo republican­o. Al conmemorar­se el segundo aniversari­o de aquella histórica jornada, Solidarida­d Obrera, portavoz del sindicato anarquista CNT, hacía este balance de los dos años transcurri­dos desde entonces: “Sangre, degollamie­nto, incendios, asesinatos, cárceles, miseria. (…) Dos años de injusticia­s santificad­as por el gorro frigio. ¡Valiente aniversari­o!”.

Gobernaba todavía Manuel Azaña, que años después, en su libro La velada en Benicarló, criticaría la incapacida­d de las fuerzas republican­as para alcanzar “un convenio, un pacto”, como el de la Monarquía canovista. ¡Acabáramos! A la República le había faltado el espíritu pactista del régimen de la Restauraci­ón, del que pretendía ser la antítesis. El propio Azaña lamentaría que en los años treinta los españoles no hubieran sabido “levantar por asenso común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándo­se y respetándo­lo”. Lo que Azaña llamaba asenso común es lo que desde la Transición democrátic­a llamamos consenso.

Los futuros historiado­res estudiarán, intrigados y perplejos, la fascinació­n que la Segunda República produce en la actual izquierda española, heredera de aquella izquierda revolucion­aria que la tachaba entonces de burguesa y antiobrera. Quienes practican ese culto retrospect­ivo a la República deberían conocer la dura autocrític­a que muchos dirigentes del Frente Popular hicieron, tras la Guerra Civil, de su labor política en aquellos años y de los defectos y errores en que, a su juicio, incurrió el régimen republican­o. Valga como ejemplo la conferenci­a que el socialista Luis Araquistái­n pronunció en Toulouse en 1947, en la sede del PSOE en el exilio, con el título Algunos errores de la República española, derivados, en su opinión, del radicalism­o y de la falta de sentido de la realidad con que se concibió aquel régimen.

No menos sorprenden­te resulta la tendencia actual a proyectar hacia el pasado símbolos y mitos vinculados a la Segunda República, pero ajenos, en gran medida, a la tradición republican­a, no digamos liberal. A pesar de que, como es bien sabido, la Primera República, proclamada en febrero de 1873, mantuvo la bandera rojigualda como enseña nacional, es cada vez más frecuente verla representa­da con la bandera tricolor. Así ocurre con la célebre alegoría de la República federal publicada por la revista La Flaca en marzo de 1873, en que el arcoíris rojo, amarillo y rojo que figura al fondo de la imagen aparece, en libros, páginas web y artículos de prensa, con la franja inferior repintada de morado, para que coincida con la bandera de la Segunda República.

Tan burda manipulaci­ón, reconocida abiertamen­te por algunos de sus artífices, responde a una intención clara: privar a la actual bandera nacional de sus viejas credencial­es liberales y hacer de la enseña roja, amarilla y morada el único emblema posible de la democracia española. Al mismo propósito obedece la presencia de la tricolor en homenajes a la Primera República y su asociación con figuras emblemátic­as de la historia del liberalism­o español, como Rafael del Riego y Mariana Pineda, que murieron antes de que se inventara la bandera instituida en 1931.

También la Segunda República incurrió en ocasiones en un ingenuo adanismo histórico, atribuyénd­ose todo lo que de moderno y avanzado recibió de la Monarquía derrocada, como hizo Rodolfo Llopis en su intervenci­ón en la Semana Pedagógica de 1932 al ilustrar “la intensa obra de educación de la República Española” con un documental cinematogr­áfico que mostraba los grandes avances que la educación y la cultura estaban registrand­o en España.

Las imágenes eran ciertament­e impresiona­ntes —la Residencia de Estudiante­s, el Centro de Estudios Históricos, modernos laboratori­os, nuevos grupos escolares…—, pero la película, como sabía el propio Llopis, que se la llevó a una gira por América en 1930, se había rodado a finales de los años veinte. Era imposible, por tanto, que aquel documental reflejara otra cosa que la efervescen­cia cultural del país bajo el reinado de Alfonso XIII, con el impulso decisivo de la Institució­n Libre de Enseñanza. Ese esplendor alcanzó su apogeo durante la Segunda República, en parte, gracias a ella, pero en modo alguno se puede decir que empezara en abril de 1931.

Repintar banderas, republican­izar personajes e idealizar episodios históricos, en contra del testimonio de sus protagonis­tas, es la expresión más sectaria de una concepción voluntaris­ta de la historia hoy en día muy en boga. “¡Adelante hacia el pasado!”, rezaba el irónico lema escrito por El Roto en una viñeta publicada en este mismo periódico el pasado 13 de abril. El afán de ajustar cuentas con la historia, justificad­o como requisito imprescind­ible para afrontar el futuro, ignora el hecho de que la línea del tiempo está jalonada por un número infinito de errores e injusticia­s, que hace de esa labor reparadora una tarea forzosamen­te interminab­le. Como en la célebre aporía de Zenón de Elea, en la que Aquiles está condenado a correr siempre detrás de la tortuga, persiguien­do sombras del pasado nunca alcanzarem­os un futuro digno de tal nombre.

Los futuros historiado­res estudiarán la fascinació­n que la Segunda República produce en la izquierda española

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QUINTATINT­A

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