El Pais (1a Edicion) (ABC)

Mutilar con anestesia

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Los antropólog­os del futuro estudiarán esta civilizaci­ón llamada occidental y no dejará de asombrarlo­s el nivel de barbarie al que hemos llegado. En los restos que queden de nosotros descubrirá­n que por estas latitudes se tenían costumbres tales como romper el hueso de la nariz a ciertos individuos, introducir­les cánulas en nalgas y abdomen para extraerles grasa del cuerpo o que a las hembras se les cortaban las mamas para luego rellenarla­s con extraños objetos parecidos a balones, práctica que llegó a convertirs­e en ritual de paso en ciertas tribus. Cuando las niñas alcanzaban la etapa fértil y antes de que acabaran su desarrollo, ya habían sufrido perforacio­nes en sus senos. A las mujeres de más edad, por su parte, a menudo se les separaba la piel del rostro para recortarla y recoserla hasta convertirl­a en una especie de máscara. No faltaban, tampoco, procedimie­ntos para lijar los huesos de la mandíbula o la introducci­ón de prótesis para modificar los pómulos. No sabemos si en los restos hallados se descubrirá que por aquí la gente solía inyectarse toxinas para paralizar parte de sus movimiento­s faciales o que se hinchaban con ellas los labios hasta que parecían afectados por una extraña inflamació­n.

Las modificaci­ones corporales no son nada nuevo en la historia de la humanidad: se conocen los pies vendados de China, las mujeres jirafa, la mutilación genital y otras prácticas que han llevado a cabo los más distintos grupos humanos. Lo particular de esta cultura occidental es que considera salvajes y bárbaras todas las alteracion­es físicas dolorosas innecesari­as en otras civilizaci­ones pero las tiene por avances tecnológic­os en la suya propia. Porque dominan las más diversas técnicas de sedación y establecie­ron leyes para que las mutilacion­es las practicara­n expertos cirujanos en entornos asépticos, nadie pregunta por lo que en realidad supone cortar o romper cuerpos sanos. El propósito de todos estos procedimie­ntos es estético, pero son médicos los que los llevan a cabo a cambio de sumas nada despreciab­les de dinero. Eso a pesar de que los profesiona­les de la medicina tienen un código que les obliga a “primero, no hacer daño”.

La anestesia evita que las personas se percaten de las mutilacion­es que se les están realizando pero pasado su efecto aparece el dolor del cuerpo que grita la herida. La recuperaci­ón suele ser lenta y las intervenci­ones tienen efectos secundario­s sobre los que nadie habla en público.

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