Pauline Viardot vuelve a su “verdadero hogar”
Los homenajes a la cantante, uno de los iconos culturales más cosmopolitas del siglo XIX, se acumulan en el bicentenario de su nacimiento
Cuando era solo una niña, su hermana mayor, la famosa cantante María Malibran, ya auguró que la pequeña Pauline acabaría eclipsando a todos. En una familia acostumbrada a los aplausos, a desatar entusiasmos irrefrenables en los teatros, a codearse con la aristocracia política y cultural de su tiempo, ninguno de sus miembros brillaría, en efecto, con la intensidad y la persistencia de Pauline Viardot. Nacida en París en 1821, solo visitó España una vez, en la primavera de 1842. Para entonces ya llevaba dos años casada con Louis Viardot, a quien había conocido como director del Théâtre-Italien de la capital francesa y de quien tomó su apellido. Durante su estancia en el país de sus antepasados, “la hija de García”, como se la llamó entonces para disipar cualquier duda de que su padre era el gran cantante sevillano Manuel García, causó furor entre quienes la escucharon, incluida la pequeña reina Isabel II y su hermana María Luisa.
En aquel viaje a España, Pauline cantó no solo en Madrid, sino también en Granada y La Alhambra, el “periódico de ciencias, literatura y bellas artes” local, publicó en julio de ese año una crónica en la que Nicolás de Roda afirmaba que “la Sra. Paulina García posee el verdadero canto, aquel que se produce sin esfuerzo, subiendo desde los puntos más bajos a los más agudos, con la mayor soltura, ejecuta con limpieza, tiene el método de García, que es el mejor, sus facultades se extienden a dos octavas y media, con las que hace cosas que asombran y que parece imposible que se hagan. Siempre que oíamos a otras cantantes observábamos esfuerzo, violencia, una cosa que nos hacía desear oír a otra más perfecta; y al escuchar a la Sra. García hemos encontrado lo que deseábamos. ¡Qué manera de cantar! ¡Qué facilidad! ¡Qué gusto! ¡Qué método! ¡Qué voz tan pastosa, tan armoniosa, tan agradablemente sensible! ¡Qué extensión! ¡Qué igualdad! ¡Qué graves! En fin, ¡qué todo!”.
Pauline Viardot empezó a cosechar elogios cuando, a los 15 años, se subió por primera vez a un escenario. Había vivido siempre rodeada de música y pegada a las tablas, tanto en Europa como en América, hasta entonces como mera espectadora. Con 17 años, sin embargo, protagonizó su primera ópera, el Otello de Rossini, cantando el mismo papel (Desdemona) que había encumbrado a su hermana María, para entonces ya trágicamente fallecida. Resistió las comparaciones, lo que no era fácil, y, a pesar de su juventud, empezó a ser objeto de ditirambos, como este de Théophile Gautier: “Una estrella de primera magnitud, una estrella de siete rayos ha hecho brillar su encantadora luz virginal ante los ojos encandilados de los dilettanti del Théâtre-Italien”. Otros críticos admiraron que ella sola fuera capaz de reunir “tres tipos de voz que no se encuentran jamás reunidos: los de contralto, mezzosoprano y soprano”. Luego cantaría también otros grandes papeles femeninos del primer Romanticismo, como los de Amina, Romeo, Tancredi, Adina, Norma, Cenerentola, Bianca, Norina, Alceste, Léonore, Fidès y, por supuesto, el de Rosina. En la clase de música de este último personaje de Il barbiere di Siviglia, una ópera estrenada por Manuel García en Roma en 1816, la tradición era que cada cantante introdujera libremente una música de su gusto. María Malibran solía añadir un aria en español de su padre, mientras que Pauline prefería decantarse por una romanza de su hermana: el reinado de los García parecía no tener fin.
Viardot disfrutó de una vida espaciosa de la que no desperdició un solo momento. Podría decirse que conoció a todos y cada uno de los grandes nombres de la música del siglo XIX, además de a renombrados artistas y literatos. La lista de sus corresponsales, amigos y admiradores es inagotable: a nombres señeros como los de Rossini, Chopin, Berlioz, Meyerbeer, Gounod, Liszt, Saint-Saëns, Massenet, Ambroise Thomas, Chaikovski, Rubinstein, Von Bülow o Fauré habría que añadir a Richard Wagner, para quien cantó en 1860 la Isolde del segundo acto de Tristan und Isolde en una audición privada en su casa de París en presencia de Berlioz, con Karl Klindworth al piano y el propio compositor como Tristan: ahí es nada; a Clara y Robert Schumann, quien la eligió como dedicataria, a los 19 años, de su Liederkreis op. 24, su primera colección de canciones impresa; y a Johannes Brahms, que consiguió que rompiera puntualmente su retiro para cantar en el estreno de su Rapsodia para contralto.
Más allá de la música, enamoró por igual a George Sand o Iván Turguénev, que la siguió devotamente desde San Petersburgo hasta París y formó con ella y Louis Viardot lo que bien podría calificarse de un triángulo no consumado. Pauline adquirió las partituras autógrafas de la Cantata BWV 180 de Bach y del Don Giovanni mozartiano, una obra que exhibía en sus salones en un cofre de madera de tuya, casi como un relicario. Además de los papeles ya mencionados, cantó de manera memorable personajes como el Orphée de Gluck (en la revisión de Berlioz), la Leonore de Beethoven o la Valentine de Les Huguenots de Meyerbeer, estas dos últimas mujeres recias, de carácter, que le permitían dar rienda suelta a su excepcional temperamento dramático.
Coloquio en París
Políglota desde su niñez, vivió largas temporadas en Alemania, Italia, Inglaterra y Rusia, aunque su París natal fue su principal centro de operaciones y los salones que organizaba semanalmente en su casa atraían a lo mejor de la sociedad. Allí están recordándola profusamente este año, como en el coloquio celebrado en el Institut de France el pasado 15 de octubre. Bajo el acertado título de Pauline Viardot l’Européenne, hablaron, entre otros, su biógrafo francés, Patrick Berbier, y Orlando Figes, que la eligió, junto con Louis Viardot e Iván Turguénev, como el trío protagonista de su ensayo de historia cultural Los europeos.
La Fundación Juan March inició el pasado miércoles un ciclo de tres conciertos titulado Pauline Viardot y la cultura musical cosmopolita. En el primero, la actriz Aura Garrido y la pianista Mariam Batsashvili repasaron, en primera persona, su larga vida y dieron cuenta de su faceta como pianista virtuosa. El Teatro Real acaba de ofrecer seis funciones de Cendrillon, una opérette de salon estrenada en París en 1904, y el Festival de Música Española de Cádiz, pionero en la recuperación de la memoria de la familia García al completo, centra su atención en la “magnética” cantante y compositora, con diversos conciertos y un simposio de tres días, Pauline Viardot: corazón de Europa, cuya conferencia inaugural impartió ayer Orlando Figes.
Casi medio siglo después de realizarlo, Pauline Viardot rememoró aquel viaje juvenil a sus raíces españolas en una carta a su amiga Lina Sand, ahijada de la escritora: “Hasta entonces jamás había puesto allí un pie y, sin embargo, nada más cruzar la frontera, me pareció que todo lo que veía ya lo había visto antes, me pareció que todo lo que oía ya lo había oído antes (...) cada figura que encontraba parecía como un recuerdo procedente de un sueño (...) reconocía todo, nada me sorprendía, todo me resultaba familiar (...). Sentí que este país era mi verdadero hogar”. En estos días finales de noviembre, ha vuelto a serlo más que nunca.
La artista solo visitó España una vez, en la primavera de 1842
Protagonizó su primera ópera, el ‘Otello’ de Rossini, con 17 años