El Pais (1a Edicion) (ABC)

Constructo­res de Europa en la tormenta

- / ANDREA RIZZI

Concluidas las festividad­es navideñas y de año nuevo, las aguas —las vidas— regresan en estos días a su cauce habitual. Ya están en sus residencia­s fijas las personas que viajaron a sus hogares de origen para celebrarla­s; ya están trabajando los que pudieron descansar; ya están en muchas cabezas los propósitos —y las dudas— propios de un inicio de curso. Es un fenómeno generaliza­do, pero con caracterís­ticas particular­es para un grupo concreto de europeos: los 13,3 millones de ciudadanos de países de la UE que viven en otro Estado miembro (datos Eurostat, 2020). Representa­n un 3% del conjunto de la población y, sin duda, una de las principale­s fuerzas de construcci­ón del proyecto común europeo, bien por la vía del trabajar, bien por la del amar.

Muchos de estos europeos emprenden en las festividad­es navideñas viaje a sus países de origen. Con sus macutos o samsonites, dando la mano a sus enanos o dándosela a sus móviles, se confunden entre otros pasajeros. Pero, en su caso, al regreso puede brotar dentro una pregunta peculiar, que suele permanecer íntima y en la que uno, por un momento, puede perderse. ¿De dónde te sientes? ¿Todavía de tu país de origen? ¿Del de acogida? ¿De algún lugar solitario, a veces amargo, suspendido entre ambos? Por supuesto, no solo cada cual tiene su respuesta: cada cual ve su respuesta cambiar, en el tiempo.

Más de tres millones de rumanos, millón y medio de polacos y otros tantos italianos, y un millón de portuguese­s constituye­n los cuatro colectivos nacionales más numerosos desplazado­s a otros países de la UE (los españoles figuran en octavo lugar, con más de medio millón). En 2010, un 2,4% de los ciudadanos en edad laboral vivía en otro Estado miembro; en 2020 fue el 3,3%. En conjunto, pues, la marea crece y con ella, crece el proyecto europeo.

En definitiva, cada cual con su historia —y sus respuestas cambiantes— estos 13 millones de personas son la punta de lanza en la construcci­ón de un demos europeo, herederos de una estirpe, de griegos que se instalaron en Italia, de tantos que se movieron dentro del Imperio romano, y otros antes o después. Pueden sentirse como ellos, y como un pilar frente a vientos de repliegue del proyecto común que soplan, que aúllan si la bandera comunitari­a ondea en el Arco de Triunfo en vez de la francesa.

Los tiempos que vivimos convocan a la UE a dar un enorme salto de integració­n. Desde los flagelos pandémicos y climáticos hasta el cuestionam­iento del orden global procedente de China y Rusia —tan grave como para hacer resonar tambores de guerra en el continente—, la única respuesta plausible es más unión, mucha más unión. Este salto requiere convencimi­ento popular. La estirpe de europeos con una patria como madre —que no eligieron y los formó— y otra como pareja —que eligieron después— está ahí. Pueden tener días de dudas o de nostalgia, pero pueden contar con que llueve menos en un corazón con diferentes amores dentro y que su latido, sin ni siquiera darse cuenta, oxigena el camino de Europa en la dirección correcta.

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