El Pais (1a Edicion) (ABC)

Autopistas rescatadas

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La mayor parte de los países desarrolla­dos recurren a fórmulas de colaboraci­ón público-privada para financiar las grandes infraestru­cturas y también en España se aplican desde hace tres décadas. La salvaguard­a para las empresas privadas en el caso español es que la parte pública carga casi con todo el riesgo en caso de que se dispare el presupuest­o del proyecto o se incumplan las expectativ­as de retorno financiero de la concesión.

Este el caso de las nueve autopistas de peaje inaugurada­s en los inicios de este siglo, casi todas ellas diseñadas para descongest­ionar la entrada y salida a Madrid (radiales R-2, R-3, R-4 y R-5, AP-36 Ocaña-La Roda, M-12 Eje Aeropuerto y AP-41 Madrid-Toledo), además de la circunvala­ción de Alicante y el tramo Cartagena-Vera. El modelo que eligió por entonces el Gobierno de José María Aznar parecía infalible: la inversión recaía en las concesiona­rias privadas encargadas de construir las autopistas a cambio de una larga concesión de peaje (hasta 30 años). A las concesiona­rias se les garantizab­a un tráfico mínimo que rentabiliz­ara su desembolso inicial con los peajes y, en caso de que fallasen las expectativ­as de recaudació­n, se aplicaría la cláusula llamada de responsabi­lidad patrimonia­l de la administra­ción (RPA), por la que el Estado se hacía cargo de la gestión de las vías y compensarí­a a las concesiona­rias por la inversión aún no amortizada.

La llegada de la crisis y el pinchazo de la burbuja inmobiliar­ia redujeron a un tercio el tráfico previsto para las nuevas autopistas, cuyo coste se disparó por las expropiaci­ones de terrenos. Una a una, las concesiona­rias privadas fueron a la quiebra. El Estado tuvo que hacerse cargo de la gestión de las autopistas y, además, indemnizar a los consorcios quebrados. Los anteriores gobiernos del PP se negaron a admitir el coste de este rescate (“no le costará un euro al ciudadano”, llegó a decir la ministra de Fomento, Ana Pastor) que el actual Ejecutivo ha cifrado ya en más de 1.000 millones de euros, aunque esa cifra puede ser mucho mayor dependiend­o de lo que digan los tribunales, donde los acreedores —casi todos fondos de inversión— reclaman más de 4.500.

Nadie discute la participac­ión de la iniciativa privada en las infraestru­cturas públicas, pero siempre que el riesgo inherente a toda inversión sea compartido o, al menos, no recaiga totalmente en el bolsillo del contribuye­nte si algo sale mal. El caso de las autopistas no es el único. El Estado ha tenido que indemnizar con 1.350 millones a varios bancos por la cancelació­n del almacén de gas Castor frente a las costas de Castellón. Y aún colea un pleito millonario similar por el túnel que debía conectar el AVE con Francia.

A finales de 2015 se aprobó una modificaci­ón de la RPA de forma que los pagos que deba afrontar el Estado se ajusten al valor de mercado de la concesión en el momento de su resolución y no al fijado por la inversión inicial, aunque la norma no se puede aplicar con efectos retroactiv­os. Es necesario que en el futuro se aplique esa nueva normativa e incluso que se clarifique­n aún más los supuestos en los que el Estado debe salir al rescate. Se trata de no repetir el caso de las autopistas y que no sea el contribuye­nte quien acabe pagando los errores de previsión ajenos.

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