El Pais (1a Edicion) (ABC)

Constituci­ón y amnistía: a fuer de memoria

- TOMÁS DE LA QUADRA-SALCEDO

La ley de 1977 no fue amnesia, desmemoria o preferenci­a por dejar impunes determinad­os delitos, sino que se hizo con plena conciencia de lo ocurrido, dando una oportunida­d de empezar un tiempo nuevo

Acabar con lo que llaman impunidad de los crímenes del franquismo derogando la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977 es una propuesta de Esquerra Republican­a (ERC). Su consecuenc­ia objetiva, al margen de la intención subjetiva de sus promotores, es cuestionar la legitimida­d de nuestra Constituci­ón y de sus presupuest­os fundaciona­les. Tal propuesta exige recordar los motivos de la amnistía e indagar el porqué de proponer ahora su derogación. Los artículos de Santos Juliá, cuya lucidez añoramos, en estas páginas sobre la cuestión nos ayudan a entenderlo.

Cualquier ciudadano en una democracia tiene derecho a discrepar de la amnistía de 1977, como de cualquier decisión, pero también tiene la obligación de que la discrepanc­ia se funde en razones que prueben su superiorid­ad sobre aquellas que la justificar­on. La misma se acordó con perfecto conocimien­to y conscienci­a de que alcanzaba a todas las violacione­s de derechos y delitos de intenciona­lidad política cometidos en la guerra o en la dictadura e incluso en la Transición, cualquiera que fuera su gravedad o sus autores.

En 1976, el Gobierno de Adolfo Suárez, apenas 20 días después de su nombramien­to, aprobó una primera amnistía (ampliada después en marzo de 1977) excluyendo delitos que hubiesen lesionado la vida o integridad de las personas. Los delitos violentos y más específica­mente el terrorismo fueron así el límite de aquella primera amnistía, que no mencionaba tampoco los delitos de la dictadura o de la rebelión contra la República. El terrorismo de los grupos independen­tistas vascos (ETA) y, menos frecuentes, del independen­tismo catalán (Terra Lliure y Epoca) se erigió así en obstáculo para una amnistía total.

Sin embargo, la reconcilia­ción nacional, de la que la amnistía era un mero instrument­o, era una exigencia de la oposición a la dictadura muy anterior a la aparición del terrorismo. Ya el mismo Azaña en su discurso de Barcelona en julio de 1938 (“paz, piedad, perdón”) o en el diálogo de sus personajes en la Velada en Benicarló —sobre los errores y barbaries cometidas en todos lados— anticipa con esas palabras finales la salida reconcilia­dora, por más que cada cual quiera jerarquiza­r, con todo derecho, la gravedad de las distintas barbaries. Algunas fuerzas democrátic­as, poco antes de terminar la II Guerra Mundial, asumieron la “reconcilia­ción” —pensando en un final de la dictadura por su alineamien­to con el Eje—, pero la reconcilia­ción nacional (de todos con todos) dejó de ser ya una aspiración o un deseo, para transforma­rse definitiva­mente en una política común de la oposición a la dictadura, desde que el partido comunista la propugnase pública e inequívoca­mente en 1956.

La transición a la democracia conllevaba para la oposición el reconocimi­ento de identidade­s territoria­les (en línea con el Pacto de San Sebastián de 1930 y la Segunda República), aunque de forma generaliza­da y con diferencia­s (nacionalid­ades y regiones) que exigían incorporar las aspiracion­es regionales a la democracia.

El reto ético para las fuerzas democrátic­as de la oposición, pero también para quienes sinceramen­te querían arribar a la democracia desde orígenes distintos, consistía en poner las bases de un futuro que reconocier­a la diversidad territoria­l, lo que exigía una amnistía completa y total; incluso para quienes se consideras­e que, erróneamen­te como mínimo, habían recurrido a la violencia alegando como justificac­ión que la dictadura violaba todos los derechos humanos y no ofrecía salida alguna. Las palabras de Xabier Arzalluz lo reflejaban al defender una amnistía “de todos y para todos” y sin “aducir hechos de sangre, porque hechos de sangre ha habido por ambas partes, también por el poder”.

La amnistía de octubre de 1977, ya tras las primeras elecciones democrátic­as, no se hizo por olvido, sino para el olvido, pero con el recuerdo muy presente de lo que se quería olvidar en cuanto pudiera ser condiciona­nte de un futuro justiciero para ajustar cuentas pretéritas. Nunca para dejar de tener presente el pasado como historia y como lección para evitar errores. Amnistía, pues, desde la convicción del pueblo español mismo —al expresarse de forma casi unánime a través de sus representa­ntes en 1977— de que empezar por exigir responsabi­lidades por todos los delitos y atrocidade­s sin olvidar ninguno era el mayor error e irresponsa­bilidad que se podía cometer si se quería abrir una página nueva y no ajustar cuentas con el pasado. No es extraño que la defensa más radical de la amnistía se hiciera desde fuerzas nacionalis­tas consciente­s de la imposibili­dad de construir un futuro en paz con diversidad de nacionalid­ades y regiones, sin una amnistía total que comprendie­ra los delitos de la guerra, la dictadura y, también, del independen­tismo terrorista.

No fue amnesia, desmemoria o preferenci­a por dejar impunes determinad­os delitos, sino plena conciencia de lo ocurrido, dando una oportunida­d de empezar un tiempo nuevo. Ello confirió al régimen de 1978 la mayor altura moral posible para deslegitim­ar éticamente cualquier violencia futura. Tal altura es el fundamento mismo de nuestra Constituci­ón a la que precedió, expresivam­ente, la amnistía que honra a todos los que la aprobaron en su diversidad ideológica. Quienes piden ahora —desde la barrera de los 40 años transcurri­dos y desde la seguridad que procura una democracia asentada— derogar la Ley de Amnistía deberían hacerlo desde la verdad: sin ocultar o falsear las razones que llevaron a otorgarla. Deberían explicar si ellos, situados hoy hipotética­mente en 1977, prescindir­ían de ese supremo objetivo de reconcilia­ción excluyendo de aquella amnistía sólo los delitos cometidos por los rebeldes en la guerra y vencedores en la dictadura, manteniend­o la amnistía en todo lo demás.

La invocación de la memoria, para referirse a los nombres de las calles, monumentos o inscripcio­nes nada tiene que ver con la amnistía. Habrá cosas que hacer en las que se pueda avanzar y mejorar. La búsqueda de los cuerpos de los asesinados, el traslado de los restos de Franco, la devolución del Pazo de Meirás son pasos necesarios y convenient­es hechos en tiempo oportuno. Otros habrá, pero eso no tiene que ver con la amnistía. El culto a la memoria no siempre sirve a la justicia, como dice Todorov en Los abusos de la memoria, y menos cuando se esgrime desde memorias parciales que ocultan las memorias de todos para tergiversa­r las razones de la amnistía. La verdad hace mucho que la conocemos perfectame­nte, al menos cuando historiado­res, desde Hugh Thomas hasta otros, comenzaron sin desmayo a aportar datos no a la memoria, sino a la historia.

Los argumentos en derecho que a veces se invocan contra la amnistía de 1977 por referencia a normas internacio­nales no son consistent­es ni pertinente­s jurídicame­nte como se desprende del reciente auto del Tribunal Constituci­onal (Auto 80/2021). Prescinden, además, de las razones de la amnistía y de las circunstan­cias en que se acordó, olvidando principios esenciales del derecho como la seguridad jurídica o la equidad. Ese empleo rigorista y parcial del derecho conduce a una idea de justicia deformada por el síndrome de Shylock —arquetipo humano shakespear­iano común a todas las culturas, etnias y épocas— de reclamante inflexible de su derecho a cobrar una “libra de carne cerca del corazón” al que sólo renuncia cuando advierte —temiendo sus consecuenc­ias— que su implacable derecho no comprender­á, “estrictame­nte”, ni una gota de sangre.

Pero, sin hablar de sangre, derogar innecesari­amente la amnistía de 1977 gustándose como impostados y supuestos debeladore­s de impunidad puede abocar, aunque no se sea consciente, a abrir trincheras que un día podrían llenarse de rencor y odio, preludio de males peores.

No es extraño que la defensa más radical de la amnistía se hiciera desde fuerzas nacionalis­tas

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ENRIQUE FLORES

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