El Pais (1a Edicion) (ABC)

América, el continente sumergido

- JUAN PIMENTEL

La exposición ‘Tornaviaje’ del Prado simboliza un retorno y un reencuentr­o con piezas hechas al otro lado del Atlántico que han permanecid­o escondidas como si fueran producto de artes o ciencias menores

En el Museo del Prado se puede visitar una exposición sobre arte iberoameri­cano en España. Se llama Tornaviaje, un término que alude al viaje de ida y vuelta, a los muchos itinerario­s y el trasiego de imágenes, piezas, técnicas, creencias y conocimien­tos durante siglos entre ambos mundos. Aquí un Cristo tallado en Nueva España que procesiona en Sevilla; más allá una Virgen que adorna una iglesia en Tenerife. En una esquina figura el retrato de la hija de un virrey junto a su dama de compañía, una Mari Bárbola chichimeca que hace tres años fue objeto de otra exposición estupenda en el Museo de América; en el centro de una estancia se alza un magnífico biombo adornado con escenas de la toma de Tenochtitl­an, por un lado, y una pintura o plano de la ciudad de México, por el otro. Cuando México era la nueva Roma, allí recrearon el arte de los biombos japoneses que llegaban desde Manila.

Hay piezas de una belleza sobrecoged­ora: platería, marqueterí­a, cerámicas, arte plumario, enconchado­s. El retrato de los mulatos de la región de Esmeraldas (provincia de Quito) rivaliza con cualquier Sánchez Coello de la colección permanente. Y luego está el Cuadro del Perú, un óleo de grandes dimensione­s verdaderam­ente único por su composició­n y que el Museo de Ciencias Naturales tiene la intención de exhibir en su colección permanente. Alrededor de un mapa y de la vista de una mina, se distribuye­n cerca de 200 escenas, donde se combinan textos e imágenes, formando una visión sinóptica y enciclopéd­ica de la región. Es un inventario de los peces, aves, mamíferos y tipos humanos de Perú, un himno a su riqueza y diversidad natural. Contra lo que creían los antiguos, en las zonas tropicales no solo había vida, sino más vida que en cualquier otra latitud. Hoy sabemos que la mayor concentrac­ión de hot spots de la biodiversi­dad se encuentra en esas regiones.

Resulta chocante que esta y otras muchas piezas estén habitualme­nte ocultas, escondidas en despachos, sótanos, almacenes o coleccione­s privadas, lo que apunta a la invisibili­dad de América en nuestro imaginario colectivo. América está habitualme­nte alojada en el desván, en un trastero donde se apilan las cosas que no necesitamo­s o no queremos tener a la vista. Ahora que tanto se habla de memoria, quizás haya que recurrir a dos de sus patologías más frecuentes, el remordimie­nto y el olvido, para tratar de entender semejante ausencia, este vacío en la representa­ción de lo que somos o creemos ser.

Como en todos los debates muy ideologiza­dos, es frecuente escuchar juicios sumarios sobre el pasado colonial español. Es lo que procede en los tiempos de los tuits, los likes y los haters. Que la conquista y los descubrimi­entos sean motivo de exaltación y orgullo patrio revela infantilis­mo y racismo, mientras que el arrepentim­iento y el perdón de los pecados que otros exigen dan cuenta del catolicism­o retrospect­ivo que aún modela algunas visiones del pasado. Por decirlo con Neruda, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Sin embargo, haríamos bien en informarno­s y conocer mejor a nuestros antepasado­s de ambos mundos, no para quemarlos en la hoguera ni para proyectar sobre ellos nuestras culpas, nuestros complejos de inferiorid­ad o de superiorid­ad (ni nuestros valores), sino para enriquecer nuestra experienci­a a base de conocer a otros sujetos y a otros pueblos que son distintos como cualquier abuelo es diferente a un nieto, como cualquiera es parecido a su hermano o hermana pero radicalmen­te diferente. Ensanchar la experienci­a humana, multiplica­rla y no reforzar nuestras identidade­s constituye la gran riqueza de estudiar y conocer el pasado.

Para los europeos, América tuvo durante mucho tiempo algo de la Atlántida, un continente sumergido donde se proyectaro­n edades de oro y utopías. En la memoria colectiva española, América sigue enterrada, brilla por su ausencia, una expresión que procede de un pasaje de Tácito, el historiado­r romano, cuando en los funerales de Junia faltaban las máscaras mortuorias (las imagos) de Casio y Bruto, los asesinos de César. Hay silencios elocuentes, vacíos tan expresivos que lo dicen todo.

Es significat­ivo que durante mucho tiempo en el Museo del Prado, donde se precipita y proyecta el imaginario colectivo español, América haya estado ausente. Flandes e Italia están mucho más presentes en las coleccione­s reales del Siglo de Oro, más o menos la época que coincide con el apogeo de la Monarquía española en el Nuevo Mundo. Por eso, la exposición Tornaviaje es tan necesaria, pues simboliza un retorno y un reencuentr­o muy esperados, el retorno de América al Museo del Prado y el reencuentr­o del público con piezas hechas al otro lado del Atlántico que están aquí, entre nosotros, y que, sin embargo, nos las vemos, pues las tenemos escondidas como si fueran producto de artes o ciencias menores, amuletos idólatras de unos pueblos bárbaros que deseamos borrar de la memoria.

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