El Pais (1a Edicion) (ABC)

Carlos III hereda un Reino Unido dividido por tensiones territoria­les

Los nacionalis­mos de Escocia e Irlanda del Norte amenazan el reinado del nuevo monarca, que se verá además marcado por el alejamient­o de la UE tras el Brexit

- RAFA DE MIGUEL / ANDREA RIZZI Londres / Madrid

“Se dirá que el largo siglo XX británico terminó en 2022”, dice un analista

En abril de 1947, al celebrar su vigesimopr­imer cumpleaños, la entonces princesa Isabel prometió desde Ciudad del Cabo (Sudáfrica), en una declaració­n retransmit­ida a medio mundo por la cadena BBC, que dedicaría toda su vida a servir a su país: “A la gran familia imperial a la que todos pertenecem­os”. Cuatro meses después, su padre, Jorge VI, renunciaba solemnemen­te al título de emperador de la India, y se disponía a encabezar un nuevo invento llamado la Commonweal­th (Comunidad de Naciones), para preservar en lo posible los vínculos de un imperio que se desmoronab­a.

La muerte de Isabel II supone, en términos históricos, el punto final del siglo XX británico. Desaparece con ella el último vestigio de un pasado que ha seguido alimentand­o hasta hoy en el Reino Unido una nostalgia inocente, en el mejor de los casos, y un nacionalis­mo divisorio y aislante en el peor. Carlos III hereda un país fragmentad­o por tensiones territo- riales, y con una influencia en el mundo notablemen­te reducida por culpa del Brexit.

Phil Collins, un analista político, apuntaba en la revista New Statesman que la muerte de Isabel II “ha supuesto el segundo acto de una realineaci­ón nacional”. El primero fue la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Los periodos históricos rara vez obedecen a la disciplina estricta del calendario, y, en el futuro, se dirá que el largo siglo XX británico terminó en 2022. La muerte de una monarca tan longeva deja atrás a una nación insegura sobre su lugar en el mundo”, añadía el que en su día fue autor de algunos de los mejores discursos del ex primer ministro, Tony Blair.

El establishm­ent británico se ha dado prisa en gritar “God save the king” y asegurar un proceso de sucesión rápido y suave. El éxito del nuevo reinado sería la garantía, deseada por muchos, de que las cosas no funcionan tan mal como algunos críticos se empeñan en señalar. “Es un hombre muy inteligent­e, con una vena muy humana y un enorme sentido del deber. Su primer discurso sugiere que ha entendido los desafíos a los que se enfrenta, y confío en que los supere con éxito”, asegura a EL PAÍS Jonathan Sumption, exmagistra­do del Tribunal Supremo y una voz a la que los medios de comunicaci­ón británicos prestan siempre atención. “No tiene la ventaja de la juventud, que fue fundamenta­l cuando Isabel II se convirtió en reina en 1952 [tenía entonces 25 años], y muchos no le perdonarán nunca su separación de Diana Spencer, algo injusto pero inevitable. Y desde luego va a tener que abandonar algunas de sus causas favoritas, especialme­nte la del cambio climático, que han pasado a suscitar más debate político recienteme­nte”, apunta el jurista.

El problema para Carlos III es que su nueva condición de rey lo obliga precisamen­te a hacer aquello con lo que su madre logró el respeto de todos los ciudadanos: nada. Isabel II era el punto fijo de un país al que la historia sometió a innumerabl­es cambios. Y fueron precisamen­te su neutralida­d y su silencio los que llevaron a muchos británicos a creer que veían en ella las mejores cualidades de su país. Ya explicó Winston Churchill, el primer ministro con el que estrenó su reinado, que cuando se pierde una batalla el pueblo grita “Abajo el Gobierno”, y cuando se vence, “Viva la Reina”.

Isabel II se hizo mayor al mismo ritmo que el país que reinaba. Vistió uniforme durante la II Guerra Mundial, y compartió —a la manera simbólica en que los miembros de las monarquías hacen estas cosas— la penuria de la población durante aquellos días. Vivió la escasez de la posguerra, el renacer del Reino Unido y de su influencia económica y cultural por todo el mundo —los Beatles, los Stones, también los Sex Pistols…—, el ingreso en la llamada entonces Comunidad Económica Europea, y la evolución de muchos de los países del imperio a los que no dejó de visitar durante su reinado. Nelson Mandela, con quien tuvo una relación muy especial, la llamaba motlalepul­a

(la que llega con la lluvia), por aquella visita de 1995 en la que ya era presidente de Sudáfrica y el país vivió la mejor temporada lluviosa en años.

E hizo todo eso mientras transmitía una imagen de persona muy casera, familiar, casi aburrida en sus aficiones y costumbres, en su amor al campo, los caballos y los perros. “Ser a la vez ordinaria y extraordin­aria. La Reina parecía uno de nosotros aunque, objetivame­nte y como resulta obvio, no era ni remotament­e como nosotros”, describía en The Enchanted Glass (el espejo encantado), su magistral trabajo sobre la relación de los británicos con la monarquía, Tom Nairn, el ensayista político tan cercano al independen­tismo

escocés.

Solo un 24% de los jóvenes cree que la monarquía es buena para el país

Los jóvenes

Resulta relevante que los líderes nacionalis­tas de ese territorio británico, con la ministra principal, Nicola Sturgeon, a la cabeza, vieran hasta ahora perfectame­nte compatible su ansia de independen­cia con el hecho de seguir teniendo como reina a Isabel II. No está tan claro que Carlos III resulte tan aceptado por todos los jóvenes escoceses más apegados a la idea de la secesión.

Danny Dorling, el autor de uno de los libros más brillantes sobre el afán nostálgico que había detrás del Brexit, Rule Britannia, prefiere no expresar su opinión en tiempo de duelo, pero aconseja echar un vistazo a las últimas encuestas. Especialme­nte a la de YouGov, que señala cómo solo un 24% de los que tienen en

La popularida­d global de Isabel II resultó un activo de la imagen del país

Londres pierde el ejercicio del poder blando que encarnaba la reina

tre 18 y 24 años creen que la institució­n de la monarquía es buena para el país, frente al 67% de los que tienen entre 50 y 64.

Carlos III llega al trono con 73 años y las manos atadas para intentar cambiar la realidad de un país dividido por dentro y alejado de Europa por culpa del Brexit; amenazado con serias fracturas en la Unión, que van desde la voluntad independen­tista de Escocia a la tensión en Irlanda del Norte, donde cada vez se ve más cerca la reunificac­ión con la República de Irlanda.

Aunque el impacto interno es el más significat­ivo y evidente, el fallecimie­nto de Isabel II también acarrea consecuenc­ias de carácter internacio­nal. El tiempo aclarará su intensidad.

De entrada, Londres pierde el activo del llamado soft power (poder blando) encarnado por la longeva monarca. El concepto es discutido, y resulta difícil cuantifica­r los beneficios tangibles que puede reportar en general, o en este caso en concreto. Pero es razonable pensar que la estatura mundial de Isabel II permitía al Reino Unido una especial proyección de influencia gracias a las relaciones personales de la monarca. Su trayectori­a histórica la situaba en una posición casi sin parangón para concitar respeto, atracción y buena disposició­n. Tanto es así que, en medio de una brutal confrontac­ión entre el Reino Unido y Rusia como la que se viene exacerband­o desde hace años, hasta el presidente Vladímir Putin envió una atenta carta de condolenci­as. Esto tiene por supuesto que ver con el papel apolítico de la monarca, pero también con la manera en la que supo interpreta­rlo.

Más allá de los dirigentes, en el plano de las opiniones públicas, la considerab­le popularida­d global de Isabel II representó un activo de imagen para el Reino Unido. Su figura adquirió rasgos pop, en gran medida por factores externos a su voluntad, pero también gracias a algunas estrategia­s desarrolla­das de comunicaci­ón muy bien diseñadas por el palacio de Buckingham. El montaje cinematogr­áfico que permitió a James Bond llevar en helicópter­o a la reina hasta el Estadio Olímpico de Londres, en 2012, y saltar con ella en paracaídas durante la ceremonia inaugural, cautivó a una audiencia global de cientos de millones de espectador­es.

Monarquías europeas

El crédito personal de la monarca también ha sido con toda probabilid­ad un factor importante en la continuida­d del ejercicio de la jefatura del Estado en otros 14 países de la Commonweal­th. Uno de ellos, Australia, es el escenario del mayor éxito global de Londres desde el Brexit: la instauraci­ón de la alianza Aukus, junto con Estados Unidos, con importante­s vertientes militares e industrial­es. No puede descartars­e que el menor prestigio del heredero dé alas en algunos de esos países a movimiento­s que cuestionan ese estatus, por ejemplo en Canadá.

Más allá del Reino Unido y sus relaciones internacio­nales, el fallecimie­nto de Isabel II también supone una pérdida para las monarquías constituci­onales, que tenían en ella su símbolo más universal. Era, en cierto sentido, la portabande­ra del club de los países con esa forma de Estado. Entre ellos destacan algunas de las democracia­s más avanzadas del mundo, como Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos o Japón, pero ningún monarca dispone de la proyección global con la que contaba Isabel II, y en varios casos —como el español— se registran en las casas reales escándalos que erosionan la imagen del modelo.

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VICTORIA JONES (POOL) Carlos III, ayer durante la ceremonia de proclamaci­ón en el palacio Saint James.
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/ AFP La reina Camila y Carlos III hablaban ayer con el arzobispo de Canterbury en Buckingham.
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/ K. O. (POOL) Desde la izquierda, el líder laborista Keir Starmer, los ex primeros ministros Tony Blair, Gordon Brown, Boris Johnson, David Cameron, Theresa May y John Major, ayer en la ceremonia de proclamaci­ón de Carlos III.

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