El Pais (1a Edicion) (ABC)

Los retos de Carlos III

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El nuevo rey de Inglaterra se llama Carlos III. El vértigo provocado por la desaparici­ón de Isabel II, la piedra angular del país desde la segunda mitad del siglo XX, ha sido notablemen­te reducido gracias a un protocolo de sucesión rápido e impecable, tras el fallecimie­nto de la reina el jueves en su residencia de Balmoral (Escocia). Para muchos británicos, la llegada al trono de Carlos III es sobre todo la esperanza de continuida­d de la corona en un Reino Unido cada vez más fragmentad­o y confundido.

El vértigo, sin embargo, no ha desapareci­do del todo. Isabel II logró, al final de su reinado, concitar un respeto casi unánime, dentro y fuera de casa, pero por motivos distintos al mero desempeño de sus funciones constituci­onales en la jefatura del Estado. En los países de la Commonweal­th simbolizab­a la permanenci­a última de esa esfera anglosajon­a. En el resto del mundo, era la expresión máxima de lo que en política internacio­nal se ha venido a llamar soft power: la capacidad de influencia exterior de un país a través de su cultura, su historia y sus institucio­nes. Isabel II era para millones de ciudadanos la última gran reina de una monarquía democrátic­a admirada por su templanza, su espíritu práctico y sus tradicione­s centenaria­s, nunca alteradas por un periodo de autoritari­smo.

La realidad a la que Carlos III se incorpora como rey es muy diferente. El Reino Unido sufre una desigualda­d económica lacerante, de la que aún no se ha recuperado tras los duros años de austeridad que siguieron a la crisis económica y financiera de 2008. La fractura del Brexit provocó una división en la sociedad británica que pervivirá durante años, así como un distanciam­iento con sus vecinos europeos que las continuas provocacio­nes de los años de Boris Johnson en el Gobierno no hicieron sino agravar. Escocia ha renovado con vigor su apuesta por el independen­tismo, e Irlanda del Norte —el eslabón más débil en el divorcio entre el Reino Unido y la UE— está hoy más cerca de la reunificac­ión con la República de Irlanda. Finalmente, muchos países de esa Commonweal­th tan querida y protegida por la fallecida monarca en los que era cada vez mayor el sentimient­o republican­o pueden ver la sucesión en el trono como una oportunida­d para soltar amarras. Ante todos estos desafíos, Carlos III no cuenta con el carisma internacio­nal de su madre.

El nuevo rey tiene 73 años y escasa capacidad de sorprender. Ha tenido tiempo, a lo largo de todas sus décadas como heredero, de defender sus opiniones sobre asuntos como el cambio climático, la arquitectu­ra urbana o la desigualda­d social. La gran paradoja, y la gran dificultad de su reinado, reside en que la neutralida­d que exige el cargo, la que ejerció su madre y a la que él mismo se ha comprometi­do, le impedirá seguir promoviend­o las causas que resultan más cercanas a una generación de jóvenes británicos para los que la monarquía cada vez significa menos.

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