Las democracias también mueren
Para los políticos ser es gobernar, acceder al poder. Lo malo es que, como todo lo humano, suele ser a plazo. Recuerden la tesis básica de Heidegger en su más conocida obra. El ser es tiempo —“tiempo es la sustancia de la que estamos hechos”, que diría Borges—. Con el añadido de que el tiempo es finito. La existencia acaba con la muerte. Accedemos al ser, pues, en la medida en que cobramos conciencia de nuestra finitud. Por eso somos, en la jerga del filósofo, seres que “estánvueltos-hacia-la-muerte”. Si, en un salto atrevido, trasladamos estas mismas premisas heideggerianas a la política democrática, resulta que nuestros políticos estánvueltos-hacia-las-elecciones, no pueden evitar sentir una cierta congoja al verse aproximarse el riego de su propia finitud. Con una importante diferencia: no es un destino, en ellas también pueden ganar. De ahí que, según sus expectativas, les embargue una ansiedad ora fúnebre, ora eufórica.
Todo esto es una enrevesada forma de decir que estamos ya arrojados al tempo electoral. Nuestra política se recubre, si cabe, de aún más dosis de ansiedad polarizada. El pistoletazo formal de salida puede que fuera la sesión del Senado del pasado martes, que marcó la pauta principal de lo que a partir de ahora nos encontraremos. Se podrá lamentar la falta de oportunidad de estas dinámicas en uno de los momentos más delicados de nuestra vida pública, pero ya he dicho que en las democracias este tipo de actitudes son existenciales; no sirve de mucho elevar una queja que sabemos que no será atendida.
De lo que no cabe la más mínima duda es de que se nos va a hacer eterno y que puede tener consecuencias más que lesivas, no ya solo para la gestión de la crisis, sino para el sistema democrático mismo. Porque el mayor peligro al que nos enfrentamos son las consecuencias de las manio