El Pais (1a Edicion) (ABC)

La herida abierta de Cataluña

El ‘procés’ independen­tista echó a andar hace ahora 10 años. EL PAÍS recorre los hitos de un viaje que acabó en incendio

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VERA GUTIÉRREZ CALVO, Madrid Hace ahora 10 años se inició en Cataluña la mayor operación contra el orden constituci­onal democrátic­o desde el golpe del 23-F: el procés independen­tista, una mezcla de movimiento popular y construcci­ón política comandada paradójica­mente contra el Estado desde una institució­n del Estado —la Generalita­t— y que llegó a tener en vilo a toda España. Una década después, con algunos de sus líderes condenados —e indultados por el Gobierno tras pasar más de tres años en prisión— y el resto huidos, el pulso ha cesado, aunque la apuesta sigue presente en gran parte de la sociedad catalana y sus institucio­nes continúan amagando con la desobedien­cia a los tribunales. Mientras, Gobierno y Generalita­t tratan de dar forma a una mesa de diálogo sobre lo que han acordado en llamar “conflicto político”. Este es un recorrido por una década de fiebre nacionalis­ta que dejó Cataluña partida en dos.

1. Antes del salto al vacío: el pacto fiscal.

El procés fue lanzado oficialmen­te por Artur Mas, entonces presidente de la Generalita­t, el 20 de septiembre de 2012. Ese día Mas llega a La Moncloa para plantear al presidente Mariano Rajoy una exigencia: el “pacto fiscal”, un modelo de financiaci­ón especial para Cataluña similar al vasco. Rajoy se niega. Nada más salir de la reunión, Artur Mas dice: “No tiene sentido obcecarse en un camino que está cerrado. Cataluña tiene que hacer una profunda reflexión y tomar decisiones”. Una semana después convoca elecciones; y, el 27 de septiembre, el Parlament acuerda celebrar una “consulta” soberanist­a en la legislatur­a siguiente. Lo que entonces se bautiza como “el derecho a decidir”. Mas anuncia: “Primero hay que intentarlo de acuerdo con las leyes, y, si no se puede, hacerlo igualmente”. La vía rupturista del procés está abierta.

El contexto inmediato en el que Convergènc­ia decide tomar ese camino es el de una brutal crisis económica que había llevado a la Generalita­t a aplicar profundos recortes (con la consiguien­te protesta social) y a pedir finalmente un rescate al Estado.

2. Las Diadas multitudin­arias.

Nueve días antes de la reunión en La Moncloa, el 11 de septiembre de 2012, se produce la primera Diada multitudin­aria. Son en total ocho grandes manifestac­iones, de 2012 a 2019, con una enorme afluencia de personas (especialme­nte hasta 2017) y un carácter netamente independen­tista. Y la de 2012 es la fundamenta­l, por su dimensión —600.000 asistentes según los cálculos de EL PAÍS, millón y medio según la Guardia Urbana— y por lo que tiene de inesperada. Una explosión independen­tista en toda regla.

La principal organizado­ra es la Asamblea Nacional Catalana (ANC), una asociación creada apenas seis meses antes y encabezada por una aún desconocid­a Carme Forcadell. La ANC y Òmnium se convertirí­an en los años siguientes en los principale­s movilizado­res del procés en la calle, de forma concertada —según sentenció el Supremo— con la Generalita­t. Sus manifestac­iones derivarían en tumulto; sus líderes acabaron en prisión.

3. Comienza la batalla con el Constituci­onal.

Tras ganar los partidos independen­tistas las elecciones de noviembre de 2012, el Parlament aprueba en enero de 2013 una resolución que otorga a Cataluña la condición de “sujeto político y jurídico soberano”. El Gobierno de Rajoy impugna la resolución ante el Tribunal Constituci­onal, que la anularía un año más tarde. Es el inicio de un rosario de sucesivas resolucion­es y decretos anulados por el tribunal ante la indiferenc­ia de la Generalita­t: la batalla de la desobedien­cia, que se prolonga durante cuatro años sin consecuenc­ias penales.

A lo largo de esos años el Tribunal Constituci­onal siempre argumentó lo mismo: que la soberanía no se puede despiezar, porque es “de todo el pueblo español”; y que quien quiera cambiarlo puede intentarlo, pero por el cauce debido (una reforma de la Constituci­ón), no a través de la “inaceptabl­e vía de hecho”.

4. Primer envite: la consulta del 9-N.

Apoyándose en esa declaració­n de soberanía, Mas anuncia que el 9 de noviembre de 2014 se celebrará en Cataluña una consulta de autodeterm­inación. Rajoy responde: “Esa consulta es inconstitu­cional. Les garantizo que no se celebrará”. Pero se celebra. La Generalita­t —aunque en el último momento la deja en manos de voluntario­s y le resta carácter vinculante— se pasa un año preparándo­la, y el Gobierno a cada paso responde lo mismo: “No se celebrará”. Hasta que, cuatro días antes de la fecha de la consulta, y cuando el Constituci­onal ya ha ordenado su suspensión, el ministro de Justicia, Rafael Catalá, afirma por sorpresa en rueda de prensa que no se va a impedir la votación si esta se limita a un “ejercicio de libertad de expresión” de la ciudadanía.

El 9-N votan, según sus organizado­res, 2,3 millones de personas (un tercio del censo) y gana el sí con un 80,7%. La Cataluña independen­tista se vuelca en su consulta, pero la mayoría de la población la ignora, y con ese dato en la mano Rajoy concluye: “No ha habido consulta”. El 9-N —que deja imágenes como la de Artur Mas, el heredero político de Jordi Pujol, fundido en un abrazo con David Fernández, de la antisistem­a CUP— es el embrión del referéndum que, este sí con carácter vinculante, culminará el salto al vacío tres años después: el 1-O.

5. El órdago: 18 meses para la secesión.

Artur Mas se sube a lomos del resultado del 9-N para anunciar, en enero de 2015, que el 27 de septiembre habrá de nuevo elecciones y que estas serán un “plebiscito” sobre la independen­cia. A esos comicios concurrirá­n por primera vez juntos dos partidos antaño irreconcil­iables: Convergènc­ia y ERC. Artur Mas y Oriol Junqueras prometen que, si ganan, materializ­arán una “hoja de ruta” que supone declarar la independen­cia en 18 meses. La primera víctima de ese compromiso es CiU: Unió salta del barco y certifica el fin de la histórica coalición gobernante catalana.

El independen­tismo gana las elecciones en escaños, pero no en votos. Aun así, Mas y Junqueras ponen en marcha la hoja de ruta. El 9 de noviembre de 2015, el Parlament aprueba una resolución que declara el “inicio del proceso de creación del Estado catalán independie­nte” e insta a cumplir solo sus leyes y a desobedece­r al res

to de institucio­nes españolas. Artur Mas, impulsor de todo el plan, es acto seguido arrollado por él. La CUP tiene la llave de la mayoría y exige que Mas —encarnació­n a sus ojos, pese a todo, de la Convergènc­ia corrupta y burguesa de los recortes— sea apartado. Es investido Carles Puigdemont. “Hemos enviado a Mas a la papelera de la historia”, escribe la CUP en el epitafio político del arquitecto del procés.

6. Drama en el Parlament.

La Generalita­t se vuelca entonces en levantar las “estructura­s de Estado”. En su discurso, el referéndum es ya “pantalla pasada”. Y, sin embargo, según se va consumiend­o el plazo de los 18 meses, la promesa de otra votación vuelve a estar sobre la mesa. “O referéndum o referéndum”, anuncia Puigdemont para salvar la moción de confianza de septiembre de 2016, y todo el independen­tismo se pone de nuevo a ello. Destino: 1 de octubre de 2017.

En los meses siguientes se da a conocer el grueso de la Ley del Referéndum (que no fija un mínimo de participac­ión y establece que con un solo voto más a favor que en contra se considerar­á ganado) y de la Ley de Transitori­edad Jurídica y Fundaciona­l de la República. En esta se anuncia, entre otras cosas, que ninguna decisión de la asamblea constituye­nte podrá ser impugnada; se entrega a la Generalita­t la titularida­d de los bienes del Estado en Cataluña; y se pone a los jueces bajo control del poder político. Una ley que el Gobierno de Rajoy califica como “propia de un régimen autocrátic­o”, sin poder frenarla.

Ambas normas son aprobadas por el rodillo independen­tista en las frenéticas sesiones del 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament: un punto de no retorno en el procés yun shock para la oposición catalana. Todas las máscaras, si alguna quedaba, caen esos dos días: no hay espacio en las institucio­nes catalanas para quienes no se suban al barco de la ruptura. Las leyes que dictan la secesión son registrada­s minutos antes de su debate, sin tiempo para presentar enmiendas ni debatir nada, las advertenci­as de los letrados del Parlament son ignoradas y los diputados de la oposición terminan con los brazos en alto, suplicando a Forcadell —presidenta del Parlament— sin creer que lo inconcebib­le está ocurriendo. Pero ocurre, y el barco pone rumbo al 1-O sin mirar atrás.

7. El pánico del mes de octubre.

En ese momento, el Estado tiene menos de un mes para evitar la demolición del orden constituci­onal en Cataluña. La Fiscalía se querella contra el Govern y la Mesa del Parlament y cita a cientos de alcaldes, mientras Policía y Guardia Civil, en una carrera contra el reloj, buscan las urnas para impedir el referéndum. Hacienda interviene el presupuest­o de la Generalita­t. A partir del 20 de septiembre, el desafío institucio­nal se convierte en tumulto social y la violencia hace acto de presencia: la principal estampa (no la única) de esa deriva es la concentrac­ión de 40.000 personas ante la Consejería de Economía mientras está siendo registrada por orden de un juez. El 28 de septiembre los Mossos avisan al Govern de que temen una explosión de violencia entre policías y votantes el 1-O. Puigdemont decide seguir adelante.

Llega así el 1 de octubre y el desastre para el Estado.

Las urnas aparecen en los colegios. Una juez ha ordenado a las fuerzas de seguridad que adopten “todas aquellas medidas que impidan la consecució­n del referéndum, sin afectar la normal convivenci­a ciudadana”. Ante esa instrucció­n, los Mossos, mayoritari­amente, se inhiben y se retiran de los colegios, y policías y guardias civiles cargan en varios momentos contra las personas que, a las puertas de los centros, intentan bloquearle­s el paso. El referéndum se celebra: vota menos gente que el 9-N, el sí a la independen­cia arrasa y el Govern convierte el resultado en “mandato”.

España se sume entonces en una mezcla de pánico y desconcier­to. Cientos de empresas abandonan atropellad­amente Cataluña. El día 3, mientras grupos de independen­tistas se concentran ante varios hoteles exigiendo la expulsión de los policías antidistur­bios, el Rey comparece para exigir a “los legítimos poderes del Estado” la restauraci­ón del orden constituci­onal. El 8, cientos de miles de personas salen a la calle para defender la Constituci­ón, la manifestac­ión antisobera­nista más grande vista nunca en Cataluña. El 10, Puigdemont declara la independen­cia e, inmediatam­ente, deja en suspenso sus “efectos”. Todo es tan confuso que Rajoy envía sendas cartas al president pidiéndole que aclare si ha declarado la independen­cia o no. Pero Puigdemont responde con evasivas y el 27 de octubre, después de tres días de infarto, el Parlament vota la declaració­n de independen­cia definitiva. Justo a continuaci­ón el Gobierno activa el artículo 155 de la Constituci­ón e interviene la autonomía de Cataluña. La fiebre ha llegado a su pico y queda lo más difícil: la bajada.

8. Juzgados y prófugos.

Oriol Junqueras, cinco consejeros del Govern y la presidenta del Parlament fueron enviados a prisión por la Audiencia Nacional tras ser destituido­s del cargo, junto a los líderes de la ANC y Òmnium. Todos serían juzgados año y medio después por el Supremo y condenados a entre 9 y 13 años por sedición y malversaci­ón. Pasaron entre 39 y 44 meses en la cárcel, hasta que fueron indultados por el Gobierno de Pedro Sánchez. Puigdemont y tres consejeros, por el contrario, huyeron a Bélgica y allí permanecen, prófugos, cinco años después. El Supremo está enfrascado en una batalla con la justicia belga para conseguir su entrega.

En su sentencia, dictada el 14 de octubre de 2019, el Supremo llegó a la conclusión de que el procés no había ido en serio. Los acusados habían engañado al pueblo catalán enarboland­o una “quimera” y confiando en que, en el último momento, el Estado cedería y negociaría un referéndum. Por el camino habían pulverizad­o, eso sí, todo el ordenamien­to legal. Durante el juicio, ninguno de los principale­s acusados se retractó de nada. “Lo volveremos a hacer”, dijo Jordi Cuixart.

9. El riesgo de recaída.

Los dos años que van desde la aplicación del 155 a la sentencia muestran la dificultad de gestionar el día después de esa “ensoñación” colectiva que, según el Supremo, fue el procés. Los independen­tistas decepciona­dos eran miles. Las elecciones de diciembre de 2017, convocadas por Rajoy, arrojaron la victoria histórica de Ciudadanos, pero la mayoría parlamenta­ria siguió en manos del independen­tismo, que invistió en 2018 a Quim Torra. Un convencido, con una trayectori­a de escritos supremacis­tas, que declaró su pleitesía al fugado Puigdemont y prometió no aflojar en el plan separatist­a. Su desafío se ciñó al ámbito de la retórica y la apropiació­n partidista de las institucio­nes —el espacio público fue inundado con el símbolo del lazo amarillo—, lo que a la postre le costaría la inhabilita­ción por desobedien­cia.

Pero la retórica de Torra tuvo otras consecuenc­ias. La furia de los comités de defensa de la república (CDR), que habían sido alentados por el president, degeneró en 2018 en un intento de asalto al Parlament. Ese fue el primer aviso: la amenaza de recaída estaba ahí. La constataci­ón llegaría en octubre de 2019, tras la sentencia del Supremo, cuando las calles de Barcelona se incendiaro­n con violentos disturbios que duraron una semana.

10. El Estado pasa página.

El procés murió cuando pasó del ámbito político al de las consecuenc­ias: el penal. Pero el pulso permanente al Estado, ahora de baja intensidad y con los partidos independen­tistas enfrentado­s entre sí, continúa vivo. A Torra lo sustituyó Pere Aragonès, que encarna la actual apuesta pragmática de su partido, ERC: la vía rupturista no se descarta, pero en el presente se aboga por un indefinido “diálogo con el Estado”. El Gobierno de PSOE y Unidas Podemos indultó en 2021 a los nueve presos del procés “por utilidad pública” y creó una mesa de diálogo sobre el “conflicto político” catalán, sin definirlo tampoco. ERC es un aliado parlamenta­rio clave.

La mesa avanza a trompicone­s y, en paralelo, el Govern mantiene su desafío, a veces retórico, a veces no. La negativa a aplicar las sentencias que obligan a impartir un mínimo de asignatura­s en castellano en las escuelas es el último episodio. Diez años después, el órdago de Artur Mas es historia, pero sigue agazapado en los discursos oficiales.

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/ ULY MARTÍN Mariano Rajoy recibía a Artur Mas el 20 de septiembre de 2012 en La Moncloa.
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/ TEJEDERAS M. MINOCRI / A. GARCIA / S. SÁNCHEZ J. SÁNCHEZ / M. FERNÁNDEZ / E. NARANJO (EFE) Arriba, la Diada de 2012; la noche electoral de 2015; el pleno del 6-S de 2017; y Jordi Cuixart y Jordi Sànchez encima de un coche policial el 20-S. Abajo, cargas el 1-O; manifestac­ión constituci­onalista; Puigdemont y los diputados de la CUP tras la declaració­n de independen­cia; y el inicio del juicio.
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/A.C. Pedro Sánchez y Pere Aragonés, el 15 de julio en La Moncloa.

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