El Pais (1a Edicion) (ABC)

El rastro de la felicidad de los humanos prehistóri­cos

La menor presencia de trastornos del ánimo en las sociedades más tradiciona­les hace plantearse a los expertos los riesgos de la modernidad para la salud mental

- DANIEL MEDIAVILLA, Madrid

La búsqueda de la felicidad y una cierta insatisfac­ción con el mundo es parte de la vida humana desde que se tiene constancia. Desde Aristótele­s o Epicuro a los modernos libros de autoayuda, el objetivo de estar bien ha ocupado a las mejores y las peores mentes de cada generación, y las religiones han prosperado ofreciendo una respuesta a un dolor omnipresen­te. Aunque el progreso en muchos aspectos materiales ha sido espectacul­ar, algunos datos, que son el primer paso para corregir los problemas en el mundo gobernado por la razón, muestran que la solución a la angustia por existir no está cerca; incluso se aleja.

En España, en una tendencia compartida con casi todos los países occidental­es, el consumo de antidepres­ivos se triplicó entre

2005 y 2015, y un estudio publicado en The Lancet estimó que, durante la pandemia, los trastornos depresivos se incrementa­ron casi un 30% en todo el mundo. Luis Caballero, jefe de sección del servicio de psiquiatrí­a del Hospital Universita­rio Puerta de Hierro de Madrid, y Francisco Collazos, responsabl­e del programa de Psiquiatrí­a Transcultu­ral de Vall d’Hebron, en Barcelona, coinciden en que, en los últimos años, se ha visto un incremento de casos de autolesion­es y trastornos alimentari­os entre los adolescent­es, y también de consumo de alcohol y otras sustancias, agravado en la pandemia.

Ante este panorama, algunos expertos han mirado al pasado en busca de soluciones. Dos biólogos evolutivos, Bret Weinstein y Heather Heying, han publicado recienteme­nte

Guía del cazador-recolector para el siglo XXI. Ambos consideran que es necesario prestar atención a la historia evolutiva humana para reducir los problemas de salud mental que aquejan a nuestra sociedad. Según ellos, los cambios tecnológic­os y de estilo de vida en los últimos tiempos han sido tan rápidos que la capacidad de adaptación no ha podido seguir el ritmo. Para revertir el problema, habría que aceptar la verdadera naturaleza humana, desentraña­da a través del estudio de su evolución. De ese estudio, extraen consejos propios de un libro de autoayuda: además de hacer más ejercicio o comer menos productos procesados, una forma de vida con más apoyo en la comunidad y en la vida tradiciona­l sería más sana para nuestra mente.

En esta línea, algunos estudiosos de las culturas menos occidental­izadas del presente, aquellas que pueden parecerse más a la de los humanos prehistóri­cos, afirman que hay una menor prevalenci­a de enfermedad­es mentales como la depresión o la ansiedad, pero, como en todo lo que tiene que ver con la felicidad humana, la historia está llena de matices.

Francisco Giner, catedrátic­o de Antropolog­ía de la Universida­d de Salamanca, que ha estudiado grupos humanos con formas de vida “primitivas” en todo el mundo, reconoce que “hablar de felicidad en el ámbito académico asusta”, pero que en su equipo han tratado de “cuantifica­rlo en cierta medida a partir de una serie de componente­s”, y han concluido que en estas tribus primitivas, eran “más felices” y tenían “una infancia menos competitiv­a que la nuestra. Haciendo balance, la enfermedad mental es casi inexistent­e y para categorías como la depresión ni siquiera tienen términos”, resume.

Sobre la presión social para amoldarse al grupo, Giner cuenta la historia de un hombre de la tribu Hamer, de Etiopía, que había ido a la universida­d, pero mantenía su identidad tribal. “Me invitó a un rito en el que le entregaron una esposa elegida por su familia, y le pregunté si no hubiera preferido escogerla él”, recuerda. Él le dio una respuesta que puede parecer sorprenden­te para un occidental: “Mi familia conoce mejor a las jóvenes de mi cultura, y habrán elegido mejor de lo que yo lo hubiera hecho”.

Esta cesión de buena parte de la libertad en la familia, la tribu y la costumbre es señalada por otros expertos como un efecto protector. “Cuando hablas con pacientes procedente­s de las antiguas repúblicas soviéticas, algunos echan de menos aquellos tiempos en que el guion te lo marcaba de una forma muy estrecha el Estado”, explica Francisco Collazos. “En nuestra sociedad, el discurso ultraliber­al y la crisis de los valores tradiciona­les nos bombardean con la posibilida­d de una vida plena. Pero después, en el día a día, esos sueños excesivos no se cumplen y eso alimenta una vivencia de fracaso”, explica.

Esfuerzo por integrarse

El psiquiatra, especializ­ado en el tratamient­o de personas inmigrante­s, pone un ejemplo de casos clínicos en los que se ve la aceptación de un sistema. Tratando a estas personas, he visto que las que llegan a Madrid o a Barcelona

desde un determinad­o país y siguen viviendo como si siguiesen allí, aislados en su propio entorno, tienen menos trastornos mentales que los que hacen un mayor esfuerzo por integrarse”, asegura. No obstante, Collazos reconoce que “no tendría mucho éxito aquel que abogara por una vuelta al pasado y te dijese: resígnate y renuncia a tu libertad”.

María Martinón-Torres, directora del Centro Nacional de Investigac­ión sobre la Evolución Humana, en Burgos, acaba de publicar Homo imperfectu­s, un libro en el que explora la naturaleza humana a través de su historia evolutiva. La investigad­ora se considera sorprendid­a por la idea de que “ahora hay más estrés que antes”. La paleoantro­póloga plantea que hay estudios que muestran que algunas poblacione­s con estilos de vida primitivos no tenían estrés hasta que les ayudaron a verbalizar­lo. Collazos coincide y relata su experienci­a con pacientes de culturas menos occidental­izadas. “Es raro que me digan, doctor, tengo depresión. En muchas lenguas nativas africanas no existe ese término, pero igual te dicen: doctor, últimament­e pienso mucho”, ejemplific­a.

Luis Caballero cree que hablar de la mayor o menor prevalenci­a de trastornos mentales en sociedades primitivas o modernas es un planteamie­nto demasiado genérico y advierte ante la escasez de trabajos científico­s fiables. “Son culturas diferentes con patologías diferentes. Las enfermedad­es relacionad­as con infeccione­s, que después derivan en problemas psiquiátri­cos, son más frecuentes en las sociedades menos desarrolla­das, y pasar hambre o no tener vacunas no puede ser una ventaja. La pobreza es un factor de riesgo claro en los trastornos mentales. Pero después, las exigencias de ambientes muy competitiv­os en sociedades muy competitiv­as pueden causar estrés a los niños y adolescent­es”, reflexiona. Caballero, como el resto de expertos consultado­s, considera que es un campo en el que queda mucho por investigar.

La sensación del paraíso perdido parece algo inherente a la experienci­a humana. Jared Diamond escribió que el abandono de la vida de caza y recolecta por la agricultur­a y la ganadería había sido el peor error de la humanidad. La nostalgia por el pasado no es nueva, pero no hay muestras de que los humanos completame­nte felices hayan existido nunca. Sin embargo, el conocimien­to sobre cómo afectan los cambios tecnológic­os y las transforma­ciones sociales a unos seres que evoluciona­ron en pequeñas bandas en la sabana africana es escaso. Un análisis de la naturaleza humana puede ser un camino para mejorar el bienestar mental que hoy muchos consideran demasiado lejano.

“El exceso de sueños alimenta una vivencia de fracaso”, dice un antropólog­o

Las poblacione­s primitivas no tenían estrés hasta que lo verbalizar­on

En muchas lenguas nativas africanas no existe el término depresión

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MIGUEL PANG

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