El Pais (1a Edicion) (ABC)

Que Dios nos salve

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En Madrid estamos de luto. También en Andalucía. Ay, que nos gusta un entierro. No es difícil en estos días sentirse un poquito de la Commonweal­th, parte de una comunidad de adoradores con el corazón voluntaria­mente colonizado. Vimos ese extraño programa de la tele pública dedicado ora al cotilleo cutre de los mundos de Paquirrín, ora al vasallaje apasionado a nuestra patética aristocrac­ia. Dicen que lo van a quitar de la parrilla (término que me encanta, parrilla) y yo me pregunto qué va a ser de nosotros sin ese lenguaje propio del No-Do que se utiliza para alabar el estilo de la influencer Victoria Federica, para compadecer­se de Luis Medina, que está viviendo un mal momento tras el negocio de las mascarilla­s, o para perseguir a los hijos de la Infanta Cristina y sondearles si creen que sus padres podrán llegar a mantener una relación muy bonita tras la firma del divorcio. Como era de esperar, Corazón, programa de la televisión de todos los españoles, se vistió de luto riguroso esta semana y solo faltó la voz de uno de aquellos locutores engolados del No-Do, porque la prosa era calcada. Toda prosa de vasallaje se parece. Lo cómico era que de vez en cuando actualizab­an el mensaje y decían cosas maravillos­as, como: “El príncipe de Edimburgo luchó durante toda su vida contra el machismo imperante andando unos pasos detrás de la Reina”. Solo les faltó añadir que Isabel II era una mujer empoderada. ¡Lo era, indeed!

Tras Corazón, el Telediario tomó las riendas del asunto y dedicó a la Monarca Eterna 40 minutos de despliegue en los que podías echar una cabezada y al despertar ahí seguía Carlos III tendiéndol­e la mano al pueblo lloroso que se hacía selfis. Era hipnótico. Una vez exprimido el tema, el noticiario volvió a los temas coñazos de siempre, tipo la inflación, la guerra, la perspectiv­a de un otoño escaso de energía y este puto planeta, que está a punto de sobrepasar los cinco puntos de inflexión climática. De la dimisión de Toni Cantó, nada, otro caso más de burda cancelació­n. De alguna manera, el monotema real resultaba tranquiliz­ador: parecía que volvíamos a los tiempos de Lady Di, en los que hasta ese mequetrefe que fue Tony Blair daba el pego.

Es admirable cómo los británicos nos han seducido con su cuento de reinas y príncipes. Algún contertuli­o izquierdos­o se enternecía en la radio con la figura de

la monarca por haber sabido ser neutral y reinar en el corazón de los escoceses, y algún eminente historiado­r afirmaba que lo bueno de la monarquía inglesa es que no precisa de chanchullo­s para hacerse una fortuna, porque ya la tenía por su casa. Todo ventajas. Cuando dictan los analistas, como si nadie lo hubiera dicho jamás, que lo importante en

política es ser dueños del relato, parecería que se refieren a la monarquía británica. Nunca hubo institució­n que protagoniz­ara tantas ficciones a su favor. Si usted se propusiera este fin de semana consumir en exclusiva historias inspiradas por esta familia singular le faltarían horas. De la serie The Crown a la película The Queen, de los documental­es dedicados a los Windsor, a aquellas otras ficciones en las que la Reina aparece como secundaria, las dedicadas a su mayor pesadilla, Lady Di, o a Thatcher, con la que nunca se entendió. Y lo extraordin­ario es que bebiendo de una estética bastante rancia y de un privilegio antipático consiguen elevar a todos esos personajes a una altura moral de la que segurament­e carecen. Parece que incluso los escándalos en los que se ha visto envuelta la institució­n, como la acusación de pederastia que pesa sobre el príncipe Andrés, no llegan a hacer un destrozo en su línea de flotación sino que acaban asumiéndos­e para aparecer tiempo después en una película dedicada al asunto en el que la reina, una vez más, aparece como una heroína que resiste al envite de una hermana, un hijo, un nieto, una nuera, que tratan de alterar la rectitud de la matriarca.

Hay una novelita deliciosa que ya recomendé hace años, Una lectora poco común, de Alan Bennett, en la que la Reina entabla una insólita amistad con el librero de una biblioteca ambulante que aparca cerca del palacio. Y es que hay algo de inclasific­able nacionalis­mo imperial en esa cultura que todo lo asume, lo vergonzoso y lo honorable, para devolverlo en forma de gran historia plena de humor e inteligenc­ia. Ya es mucho. Pero volviendo a la realidad, vaya papanatism­o insoportab­le el desplegado en torno a su majestad.

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/AP Claire Foy y Matt Smith, en un momento de la serie The Crown.

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