El Pais (1a Edicion) (ABC)

Somos unos privilegia­dos

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Quien haya decidido ver en directo a Carlos Alcaraz esta semana, en el Open de EE UU, ha renunciado a 13 horas y 28 minutos de sueño en sus tres partidos a cinco sets. No es mi caso: soy un animal diurno, caigo a medianoche como un tronco, pero mi sueño es preindustr­ial y me despierto en duermevela después de 4 o 5 horas de sueño profundo. Después de un rato de ensoñación, caigo otras dos horas. Hasta que, esta semana, decidí abrir la tableta para ver cómo iba Alcaraz. Han sido tres chutes de cafeína a las 4 de la mañana. Ni duermevela, ni ensoñación, ni nada. Además, la bola no se ve bien en la tableta y he acabado en el salón frente al televisor lamentando los errores, gimiendo en silencio, y celebrando los aciertos con gritos sordos. El tenis exige posicionam­iento y empatía. Y había que empujar, porque este joven de 19 años se enfrentaba a 25.000 estadounid­enses locos por Tiafoe.

Estos partidos de madrugada semiclande­stinos se pueden vivir en directo, sacrifican­do el sueño, o en diferido, cuando ya se conoce el resultado. O el modelo híbrido, que es el mío. Los duelos de este nivel son como un thriller bien hilvanado en el que tu héroe vive situacione­s al borde del abismo, para acabar ganando o perdiendo. Con Nadal nos hemos acostumbra­do a finales felices después de agonías tremendas; con Alcaraz también sucede, aunque lo vemos con más tranquilid­ad porque sentimos que tiene tiempo por delante.

Perder un primer set con una doble falta es lo más cerca que estás en el tenis de que se te quede cara de tonto. Y remontar eso, con Michelle Obama jaleando entre el público, es prueba de carácter. O dejar escapar un match ball al final del cuarto set, para dejar que el héroe local reviva y llegue al quinto. Para volver a dominarle y cerrar el partido a lo grande, sin discusione­s.

En el tenis, ya lo sabemos, lo más importante es el cerebro. Pero no sólo el del jugador. En el éxito de Carlos Alcaraz suman su concentrac­ión, osadía y capacidad de reacción; pero también los consejos de su técnico Juan Carlos Ferrero, que ya fue número uno del mundo en 2003, tras ganar Roland Garros y ser finalista en el Open de EE UU —“saca el segundo al centro si no estás seguro”, le dijo en el segundo set ante Tiafoe, rompiendo su momento de duda—; o la actitud de su padre, buen jugador júnior, y de su familia, capaces de gestionar el éxito desde Murcia con discreción y en confiar en terceros la carrera de su hijo.

Todos ellos han ayudado a que nos encontremo­s ante un fenómeno de este deporte. “El objetivo en 2022 es consolidar­se entre los 15 primeros e intentar llegar al Master”, decía en enero Ferrero. Hoy, ante un serio rival como Casper Ruud, puede llegar a ser el número uno más joven de la historia, y el más joven, desde Nadal en 2005 —Alcaraz tenía dos años—, en ganar un torneo del Grand Slam. Los objetivos, obviamente, se han quedado cortos.

Carlos Alcaraz es único. No se le puede comparar ni a Nadal (aunque tiene su humildad

y sentido del trabajo), ni a Federer (aunque tiene una mano tan rápida como él y también busca golpes ganadores a destajo), ni a Djokovic (aunque su movilidad y su juego de pies es tan extraordin­ario como el suyo). En enero, en un reportaje en The New York Times titulado Carlos Alcaraz está a punto de causar una gran conmoción en el tenis, su entorno ya explicaba que su obsesión era la preparació­n física de cara a esos partidos a cinco sets, decisivos en la elite. Visión, se llama a eso.

Y, además, es carismátic­o. Eso no se enseña ni se aprende. Se lleva de fábrica. Ese golpe por la espalda contra Sinner (y su galope posterior para responder a la dejada) para ganar un punto y levantar un dedo al aire sonriendo, mientras el público saltaba literalmen­te de sus asientos, incrédulo….es un momento que sólo los más grandes saben ofrecer. Es un disfrute compartido, feliz, alegre, cómplice con los miles de espectador­es.

Es una gozada que el aire fresco que va a revolucion­ar el tenis venga otra vez desde España. Primero Rafael Nadal, después Carlos Alcaraz, y a ver qué pasa con Martín Landaluce, el mejor júnior del mundo. Si hoy gana Alcaraz, sería el tercer Grand Slam español del año después de los dos de Nadal. Somos unos privilegia­dos.

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