Un estilo real entre lo sobrio y lo audaz
Isabel II deja una herencia de atrevidos bloques de color, sastrería diplomática y una definición de la estética británica
El férreo código de vestimenta por el que se reconocía a la reina Isabel II al primer vistazo también informaba de la estabilidad de la monarquía. Mientras hubiera un conjunto de abrigo y sombrero rojo buzón de correos, azul huevo de pato, rosa algodón de azúcar o verde libélula de Sandringham que vislumbrar, aunque fuera en la distancia, qué podía ir mal en Albión.
Es posible que la más longeva de los monarcas en el trono británico solo concibiera la moda como servicio público. Una herramienta útil (otra más) para el desempeño de sus obligaciones. Ponderada por el ejemplar uso del guardarropa como armadura en la arena de la geopolítica mundial de dominio masculino. De ella se ha dicho que inventó la sastrería diplomática, esa mano izquierda con los colores y, sobre todo, los estampados de alcance simbólico y casi siempre bienintencionada lectura social, política y cultural.
El peculiar sello en la indumentaria al que dio pie hace lustros que no admitía discusión, si es que alguna vez fue objeto de crítica: comedido en las medidas (ni muy largo ni muy corto), audaz en el manejo cromático (en bloque, de la cabeza a los pies), conservador en lo accesorio (collares de perlas de tres vueltas, guantes, mocasines de tacón bajo Anello & Davide o Salvatore Ferragamo, bolsos de charol Launer). Quizá no tendencia, pero había estilo ahí. “La reina no necesita cambiar para estar con los tiempos. Con que permanezca como es, los tiempos se adaptarán a ella”, proclamó la revista Time en 2015, al pulverizar récords como monarca en activo. Corramos un chovinista velo.
También es verdad que Isabel Alejandra María no fue educada para la moda. De hecho, se la apartó de su camino a conciencia. Se ocuparon de ello sus padres tan pronto resultó evidente su futurible coronación como Isabel II. En cuanto ascendieron al trono, Jorge VI e Isabel (la luego venerable reina madre) distanciaron a la familia real británica ética y estéticamente de todo aquello que pudiera asociarse al muy dandi tío Eduardo (brevemente, el VIII de su nombre) y la mujer por la que abdicó, la divorciada estadounidense Wallis Simpson, adicta a la alta costura parisina y definitivamente antibritish en términos de estilo.
En ese sentido, la historia del vestido con el que, la entonces aún princesa, se casó con Felipe de Edimburgo es pura propaganda Windsor: un diseño de Norman Hartnell (modista al que ya recurriera su madre en aquella primera visita a París en calidad de consorte, en 1938), pagado con los cupones para ropa de la cartilla de racionamiento de la propia Isabel y una ayuda de 200 cupones más que aportó el Gobierno de Churchill. En lugar de tomárselo como demostración de exceso y privilegio, al pueblo británico le pareció un gesto de solidaridad
con la joven y nada sofisticada novia de posguerra. Lo que se dice crear marca —hacer branding— desde 1947.
Hartnell repetiría con el traje de la coronación. Creador de cabecera para menesteres festivos, de vestirla de día se encargó durante casi cuatro décadas Hardy Amies, uno de los primeros sastres en llevar la modernidad a Savile Road, meca sartorial londinense, a principios de los años cincuenta. La mayoría de los trajes de chaqueta box de ramalazo chanelista y los vestidos de línea A, à la Dior, eran cosa suya.
La reina jamás dejaba puntada sin rematar: antes de la confección, supervisaba cada diseño y elegía los tejidos. Las prendas tenían una vida de un par de usos, tras los cuales pasaban por el taller para valorar su reciclaje.
Una fórmula que también le funcionó cuando se encontraba de vacaciones en el castillo escocés donde falleció el jueves y que dio nombre a su agroestilismo: la chaqueta o el tres cuartos de lana; la falda ligeramente tableada; las botas de agua Wellington; el pañuelo estampado en la cabeza, anudado bajo la barbilla. Anda que no ha tenido recorrido en las pasarelas ese estilo Balmoral.